Infinite

Realidad disminuida (2)

La luz cae desde la parte derecha, dando un falso tono dorado a la tierra de la entrada. En realidad es marrón desteñido, seco por el paso del calor aplastante de agosto. No hay apenas hierbajos. Sin embargo, pronto se divisa la cancela de la puerta. El soportal está techado con uralita, abierto. En la pared encalada florecen las yedras, los geranios y otro montón de macetas que no sé identificar. Algún día preguntaré qué son.

Ella está bordando un trapo blanco, sentada en una de las tres sillas de anea que se ven desde el camino.

- ¿Más trabajo?- pregunto al cruzar la verja.

- No, hija, esta vez no- responde con una sonrisa amarilla. - Toma, siéntate.

Me ofrece un vaso de rojo desteñido casi rosa. Vino con casera, dice. Lo que estaba cosiendo es un mantelito pequeño.

- Esto es que se me ha roto, es para mí- responde. - Pero bebe, que te va a hacer falta. Tengo una sorpresa.

[…]
En la parte de atrás de la casa, cuajado con desconchones visibles en la cal, surge un camino rodeado, esta vez sí, de matojos de toda clase. Al poco, un montón de árboles entre los que creo distinguir pino y olivos mezclados con alguna zarza, unidos en un pasillo vegetal, el marco de una puerta.

A partir de ahí todo parece oscuro.

Ella me invita hacia el fondo.

- Siguiendo el camino. Adelante.

El bosque es sólo un espejismo, porque detrás se abre un claro inmenso, desde donde puedo ver la orilla. Una garza real sale despavorida de alguna parte, emitiendo chirridos.

El frescor cambia el aire, entonces recuerdo. A cada paso, vuelvo hacia atrás: allí está el río, allí la falsa orilla llena de juncos, espadañas que pinchan, zarzas escondidas. Sonrío.

Ella viene detrás, más ligera que yo. No parece haberle afectado la caminata.

 
- Mira, allí- dice señalando un punto indeterminado entre un conjunto especialmente denso de verde. Acércate despacio, dice.

Unos pocos pasos. Allí están, tenues. El sonido de unas ranas. Le pregunto sin emitir palabra, abriendo mucho los ojos.

- Sí. tardaron en regresar, desde que te llevaste toda la puesta de ese febrero. Pero han regresado.

Por fin, han regresado, repite. Suspiro aliviada.

 [...]
Empieza a hacer frío cuando anochece. Tengo un calcetín chorreando y otro no, por haber pisado en falso dentro de la corriente, al acecho de la garza que regresó para vigilar nuestro paseo.

Ya es hora de un buen caldo, dice ella, y dudo si se refiere a una sopa espesa, a un vino o a su potingue mágico. Cuando anochece, toma el remedio de los viejos: vino tinto caliente con una yema de huevo cruda, así todo para adentro, de cuando no existían los complejos vitamínicos ni minerales en tabletas. Un potingue asqueroso y difícil, como todo lo antiguo. Cuanto más antiguo, más incómodo.

Regresamos por el mismo camino. El paréntesis de árboles ahora es una pared oscura que, por un instante, hace encojer mi corazón. La tarde ha pasado hasta llegar la en que no hay sombras proyectadas.

Cuando por fin llegamos a la cancela del patio trasero, está oscuro casi negro. Lo suficiente para distinguir con dificultad las facciones de ella, no sé si ríe o está cansada. Por su figura nebulosa, intuyo que la caminata de ida, vuelta y a lo largo no le ha cansado en absoluto. ¿Todavía tendrá que hacer costuras para mañana? ¿Algún encargo atrasado? Ni idea, sus plazos son un misterio, siempre ocupada, siempre tiene algo que entregar al día siguiente, siempre vive entre un encargo y otro. 

- Bueno, ¿ha sido para tanto?- pregunta riéndose.

- No, claro que no. Vaya sorpresa.

Asiente, crece su sonrisa más aún y se marcha a calentar vino.

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