Infinite

La doble barrera II (John Hawkes III)

Anotaciones para quien lo lea ahora, por ejemplo Juan (Cruz López):
El experimento sigue, con más retraso de lo habitual. Esta pausa es, sin embargo, puro fraude. Puede que este trozo no continúe nada; todavía no he sido capaz de leer la parte uno. Sé que hay olor a lejía, por una lectura oblicua de la primera frase. También he leído la última, porque coronaba el principio de una hoja en blanco en el documento original. Del resto, no tengo ni puñetera idea. Incluso he cambiado Gerttra, por Gerta o Gertta, usando CTRL+F para no tener que revisar nada. Así se ha escrito la parte 2, a ciegas. Cagada. (Pero me divierto bastante)
El cuerpo se quedó helado en el tiempo. Contemplaba sin pestañear la Gran Vía, ruido de coches, conversaciones en pedazos. Cualquier Gran Vía podría ser aquella: Bilbao, Madrid o Barcelona. Qué importaba.

Nadie se dio cuenta de que estaba allí. Nadie se fijó que miraba el horizonte con la misma irrealidad que si fuera una pantalla de cine: todo plano, las distancias cerca, la gente moviéndose, los ruidos que pasaban a su lado pero eran efectos del thxs y no reales.

Sintió vergüenza. ¿Y si disimulaba mirar el móvil? ¿Consultar el GPS? ¿Revisar algo? A nadie parecía importarle que estuviera allí parada, justo en medio del tránsito, sin hacer nada: sólo mirando.

Entonces el velo irreal se cayó al suelo. Y Gertta vio que no era nada. Diez euros en su bolsillo, un móvil en el otro, nada que hacer. Estaba tan cansada que los tendones de todo el cuerpo le vibraban a un ritmo sordo y desconocido. No sabía que existían tendones ni músculos en la parte de arriba de los pies, ni en los laterales del cuello, ni en un punto entre los omóplatos, a mitad de la espalda.

Era una sensación cotidiana, perenne, de toda la vida: el reventamiento. Le dolía todo, como si tuviera resaca, incluida la cabeza y la parte de atrás de los ojos, como si los blandos globos oculares se hubieran vuelto mármol y rozaran con su cráneo. El dolor de cabeza tenía medalla olímpica de jaqueca, migraña, derrame cerebral; pero todo eso sin haber bailado hasta altas horas de la mañana, ni desayunar una apetitosa hamburguesa chorreante de ketchup y mostaza, que calmara el ardor alcohólico. Sin probar un café con leche y churros, antes de irse a casa a dormir los restos de la fantasía musical.

Era la última jornada, dos semanas de prueba peleando con lejías y ahora descubría que no había estado de alta en ningún registro. Cada poro odiaba a la puta de Steinen y sus aires de grandeza, una cincuentona de carnes colgantes que nunca conoció tiempos mejores de juventud. Una inculta que apenas sabía hablar si no era para gritar órdenes y rebuznar que no estaba lo suficientemente algo.

Las persianas se cerraron de golpe. Algún tornillo debió saltar en la estructura. El cuarto se volvió negro azabache-azulado tinte número cer0 en todas la gamas, pero aún así Gerta veía las luces tras los párpados. Quizás tenía los ojos abiertos todavía. Se dejó caer sobre la cama, sin fuerzas, todos los músculos desconectados y doloridos. Y si no había calculado bien y la cama estaba en otra parte, daba igual si caía al suelo. Dormiría igual el cansancio, donde cayera, como una pelusa más.

La cama da vueltas y eso me marea. No puedo conseguir que pare. Si cierro los ojos gira más rápido. Pero está tan oscuro que veo luces a intervalos. Si los abro, parece que estuvieran cerrados pero mi estómago no se retuerce. Tengo una sensación de asco tremendo, aunque ya he vomitado la dosis tóxica y he podido seguir bebiendo, comiendo, bebiendo, y luego el desayuno de café con leche muy caliente. He desayunado con Roberto, en el bar central, para después volver tambaleante y sola (quiero tiempo andando a mi bola, sin tener que fingir que me interesa lo que me digas ni mantener la compostura ante otro ser humano). Tan lindo con ese aspecto desvalido de cansancio. Lo hubiera besado como despedida, pero sólo soy su amiga y otras putadas encubiertas bajo adjetivos. Qué me importa la amistad. O sí, peor que no pudiera sobarle con la excusa de la amistad y la borrachera, en la que todos somos forever hasta la muerte y más allá, te aprecio un montón, en serio, eres muy especial, y otras babosadas que dicen los hígados de las personas en vez de los corazones. Nunca se acuerdan de estas cosas al día siguiente. Y yo sí me acuerdo. Y era todo mentira, un teatro, una descarga de etanol.

Biología de mierda, tan mentirosa siempre.

La Gran Vía volvió a cobrar vida, a ser real y consistente. Gerta parpadeó. Esto es lo que debían catalogar como despersonalización o deshumanización, o lo que fuera. Debía estar loca. ¿Cuántas irrealidades como esa les suceden a las personas locas? Pero la calle respondía riéndose de ella. Steinen decía que no la necesitaba, que era muy trabajadora pero la situación de crisis había bajado los ingresos. Cada día hacíamos unos 500 euros de caja, y ahora estamos en 300 apenas, decía en la despedida. Sin embargo, la había llamado para trabajar a prueba con vistas a un posible contrato.

Hizo cuentas. Multiplicaciones de cervezas y chupitos. Repeticiones por aquello del fin de semana y que era la camarera nueva. Y no, no era esa la cantidad. La tarde-noche del sábado mínimo 650 euros de caja mal contados, seguro que más. La vieja sólo era una guarra más, enfadada de su capacidad de trabajo y rajarse las manos fregando y sirviendo, a pesar de la licenciatura, el máster y los idiomas. Sin más.

 Media hora más de trabajo, sonreía para sí.

La persiana se rompió esa mañana al dejarla caer. Ya no volvió a levantarse, un cuarto en oscuridad perpetua. Los perros seguían ladrando en el callejón, pero era imposible mirar por la ventana si estaban en pleno ataque. Que se comieran al cobarde que pasara, su problema.

Una hora más de trabajo para el 061.


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