Infinite

El camino torcido del burro

No sé hasta qué punto puede ser una astenia otoñal. Las astenias, por tradición, me dan durante febrero, justo todo el mes anterior a mi cumpleaños. O hasta qué punto tiene que ver con el artículo al que le doy vueltas una y otra vez de forma diaria, la parte siguiente de Mi verdadera historia ~ Malditos cerebros. Porque está quedando demasiado largo para las prisas actuales, aunque corte, resuma y vuelva a resumir hasta lo imprescindible. Porque significa masticar el relato completo de ese período amorfo que -ahora puedo nombrar con certeza absoluta- fue un episodio depresivo mayor y no la simple tontería de paso todo febrero un poco baja de ánimos hasta que llega mi cumpleaños el 28. Quizá es miedo a quedarme corta para que se entienda la gravedad del asunto pero con la posibilidad, sin caer en la magufada, de otra serie de motivos por los que salí adelante, sola, negándome a intervención alguna de mis próximos compañeros de profesión y relacionados -psicólogos y psiquiatras-. Quizá son dudas por toda esa gente que me ha conocido en la versión 2017 en la calle, y se pregunten quién es esta, que me la han cambiado del todo, alguien ajeno a lo que era durante el relato en cuestión.

Pero tampoco. Astenia otoñal es un insulto, ni siquiera se parece a lo de febrero, ni mucho menos a ese período 2013 del post que lleva semanas como borrador cambiante. Dónde va a parar. La explicación más simple: el efecto secundario por estos meses de verano en los que he tomado el triple de antibióticos y otros medicamentos que en todos los 18 años anteriores juntos. Maldita última muela del juicio, qué batalla ha dado la cabrona para arrancarla de mi mandíbula. Después de ese castigo, normal que cuerpo y cabeza se resientan un poco.

Mi memoria reconstruye y revive, excepto ese período. La distancia es tan enorme como para observar tras la verja de un zoológico algo exótico y lejano mientras como palomitas sin ser capaz de entrar al foso. Aunque siga todos los días con el post enquistado entre los dedos, todos esos días que no van a ningún sitio. Otras cosas no han cambiado. Los cálculos que hice entonces, por ejemplo, en los que matemáticamente no tendría jubilación aunque me contrataran al día siguiente a jornada completa. Hoy se habla de la subida del salario mínimo a 900€ y se hace herida nueva sobre cicatriz. Mi último sueldo mensual fijo eran 600 raspados (599€). Y el anterior fue de 640. Y el anterior, 800. A medida que avanzamos, menos. El salario del que se habla sería un lujo, por fin. La memoria. El periódico El País vuelve con otra de sus sentencias clasistas, que desde 2008 ha aumentado en más de 300.000 personas las que tienen título universitario pero están en riesgo de pobreza, hasta sumar más de un millón. Qué risa. Como cuando se partían el pecho con la pobreza de los mileuristas, y a mí me quedaban varios años para tener mi primer sueldo oficial de 1.000.

La memoria reconstruye, como Jimina Sabadú que recuerda las diez cosas que ha hecho mal en el trabajo o que sigue haciendo, cuando la crisis le pilló con 27 años y ahora tiene 37, como la crisis que me pilló con 29 y ahora tengo 39. Pero no revive. De hecho, la memoria vomita. Risilla incoherente que se me escapa ahora que recuerdo, justo antes de estos dolores y operaciones de muela, el intento ajeno más reciente y único del que llamaron, otra vez de promotora: entre cifras mensuales, porcentajes anuales maquillados, impuestos, retenciones y un equipo joven y fantástico y dinámico, el resultado que ofrecían era 5 euros la hora por aguantar de pie gastando saliva para que los clientes se llevaran esa máquina de café. Salí de la entrevista de trabajo con la furia hirviendo en las sienes y en un punto del cráneo donde el hueso occipital se une a los parietales (después me enteré que tiene nombre, lambda) y copias de los poemarios en la mochila, y con el impulso de esa furia me planté en la calle como cuando tenía las carpetas de ONG y vendí poemarios hasta hacer 10 euros en media hora escasa. Lo suficiente para que la ira dejara de quemar, tampoco arreglan nada.

No sé hasta qué punto pueda ser una astenia estacional, con la violencia de un día casi a 30ºC y al siguiente nublado, las lluvias y el frío. Quizá el primer parón porque no llegan encargos de correcciones, no hay ensayos de teatro ni actuaciones programadas a la vista, ni vídeos que editar ni tampoco clases particulares que dictar, toda esa maraña que explotó en 2017 (vivir de verdad, por fin) y me ha arrastrado por 2018. Quizá porque delante tengo la tensa espera de las órdenes del editor, un mes completo de noviembre para pulir el libro-libro oficial-oficial, el primero si nos ponemos estrictos, el primogénito con editorial. El 1 de noviembre cumplo 27 años ininterrumpidos de escritura. Llevo la cuenta porque en esta misma fecha de hoy, el año pasado, me acordé y mi escapatoria fue editar el vídeo.

El año pasado eran 26.
Peor que un burro, sigo sin ver otra cosa.

Esperando.




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