Infinite

Amanecer del 15M: Crónicas

Del 15M han pasado siete años y lo único claro es que entonces tenía morriña de un futuro que no iba a suceder. El mismo que ahora: sólo dispongo de la fecha que he decidido para mi muerte, 15M de 2052, y ni siquiera eso porque es 15 de marzo cuando pretendo morirme, después de la resaca de otro febrero estrepitoso. 

Exponerse

Los comentaristas resucitados del blog devuelven el sabor conocido de 2013, cuando esto funcionaba con un poco de movimiento -porque los blogs estaban de moda como zona de batalla; hoy son otras- y el regusto, agradable, de que el anonimato relativo permite ejercer mi hipergrafía en toda su extensión. Puedo, y quiero, contestar a cada una de las gilipolleces, sin censura, aunque vaya contra lo que se supone debe hacerse a nivel mecánico. ¿Sería capaz de soportar una exposición máxima? surge la duda. Agradezco, como siempre, la ridiculez cinética lejos de estrellas de las letras o Instagram o Youtube. Porque tengo la mala costumbre de contestar a todo, de tener la última palabra, a lo bueno y lo malo, aunque sea un tono excesivamente incorrecto de trolear al troll. No puedo estar quieta encima de un teclado porque me divierto mucho. ¿Qué pasaría si manejo cifras mayores de ojos pendientes a cualquier coma que se me escape? Quizá no tendría manos para contestarlo todo. Quizá no pase nunca.

El choque frontal

Por motivos diversos llevo semana y media rodeada de libros con olor a polvo, caca de ácaros y centenares de huellas húmedas, primero en un espacio pulcro y ordenado de compra-venta, después en otro acumulativo al filo del síndrome de Diógenes. En el segundo tuve que mirar, tocar y recolocar montañas que derrumbarían los nervios de un bibliotecario decente; revistas con tetas de los años 70 junto a libros escolares de cuando mis abuelos eran críos y Franco joven, seguidos portada contra lomo de una edición de La metamorfosis anoréxica (ejemplar más delgado que las libretas de 80 páginas que gasto como diarios) u otra edición cualquiera de Un mundo feliz, de Huxley, al lado de un ejemplar -modernísimo en comparación con las anotaciones a lápiz de caligrafía antigua- de los primeros cien de Errata Naturae

Malditos cerebros (I)


Hasta hace muy poco, quizá cuatro meses, pensaba que todo el mundo al pasear se fijaba en el más mínimo detalle (desde los escaparates, el perfume de otros paseantes, las aceras, los colores de los coches, la luz natural, alguna matrícula curiosa, un pájaro que cruza) y de ahí surgía la figura del flâneur como investigador de las calles. También creía que cualquier persona, durante una velada en una cafetería, podía atender al relato que hablaba su interlocutor y responder en conversación animada, mientras revisaba los mensajes/notificaciones de todo tipo en el móvil y la última polémica con la que arden las redes, enterarse y reír con el chiste narrado en la mesa contigua a un volumen medio-alto, percibir un cambio de temperatura en el ambiente o el inicio de cierta canción en el hilo musical del local, fijarse en los detalles de quien entraba por la puerta o si ocurría algo tras lo ventanales con vistas a la calle, como el paso acelerado de un coche de bomberos. Todo a la vez, sin esfuerzo y sin perder la concentración de la animada charla con el amigo ni de los otros detalles enumerados.

Cruzar a Wonderland

Es difícil concretar el segundo exacto del paso que te precipita al abismo de Wonderland. Un tiempo paralelo a este, a medio camino entre el día de la Poesía y la Semana Santa, la brisa con sol que recuerda a las camisetas de manga corta bajo los jerseys, la alegría de la primavera retornada con la santidad de los inciensos. En ese lapso se produce el momento definitivo en el que cedes, sin darte cuenta. No lo recuerdo. Sin retorno ni conciencia del peligro, porque eso les ocurre a otros, tú no puedes estar ciega.