Cuando hablo de la muerte me vuelvo luminosa. Es mi terreno natural de movimiento, la sabiduría de la no-existencia, o de la existencia espectral desde el principio; estará relacionado quizá con el mismo origen, pongamos que todavía a los cuatro meses fetales la ciencia decía que yo no estaba ahí y no aparecía en ningún análisis. Pero sí que estaba. Y los primeros pasos, ya vencidos, que fueron otro juego del resistir: la ciencia, de nuevo, dice que no puedo acordarme porque mi cerebro no estaba para almacenar datos, pero el fogonazo en la memoria de la puerta hospitalaria y la gigantesca máquina de rayos X para un ser de un año están ahí, inmutables e incuestionables, con la misma veracidad propia (nunca lo dije; nunca me lo contaron, no es un recuerdo-préstamo) que otras tantas escenas nocturnas de las que he sido única testigo ya con memoria adulta, o que otras tantas escenas, también del principio, que se salen del límite en el que la materia gris guarda detalles. Hasta hace poco pensaba que todas las personas atesoran recuerdos anteriores a los cuatro años de edad.
No sé si la prisa nació conmigo o se desarrolló poco después, con toda la información dispuesta por el entorno que revolotea alrededor del bebé que puede morirse de una neumonía chunga; cuando sea, como sea, la certeza ha estado siempre en su sitio: el ansia de aprenderlo todo, conocerlo todo, disfrutar todas las dimensiones de la experiencia humana en el presente. La vida es una batalla que nunca se va a ganar y el tiempo es limitado para aprender. Lo que hay después no importa o lo que hay después a quién le importa, el detalle del ahora es lo que suma. Que no tiene nada que ver con un loco majadero siempre de fiesta y carpe diem, porque la experiencia completa es eso, todo, fiesta y asco, dolor y alegrías, pérdidas y encuentros, el pensamiento positivo es una basura que ignora media realidad.
El miedo a la muerte y la extinción es, sin embargo, la corriente subterránea que todo lo impregna según dicen psicólogos y expertos. Un miedo del que carezco, igual que quien nace sin un brazo o una pierna. Contra ese miedo los artistas en general (escritores en particular) se destrozan los cuernos llorando como muñecos-bebé a pilas para que su nombre pase a un escalafón infinito de importancia, para que algo sirva de algo, como si no fuera ya suficiente con respirar cada jornada. Esas pretensiones de inmortalidad son fatuas e irrisorias, son mierda, caca y porquería. Pensaba. Y pienso, cuando no puedo evitar la lista de nombres con los que firmo cualquier cosa que escribo, cualquier nombre, menos el que está en mi DNI. Una manía como otra cualquiera, la misma que utilizar siempre bolígrafos de tinta negra y antes muerta que escribir ni un trazo en tinta azul, seguro que me da una lepra.
Siempre he pensado que algo andaba mal conmigo y con ese chrirriar del ambiente que no terminaba de descubrir; hasta que lo he descubierto y se me queda cara de gilipollas, lo tenía delante: es el miedo a la muerte, las fortunas que unos hacen y otros desembolsan en cursillos y etiquetas que designan el "vivir en el presente". No es lo mismo estudiarlo que llevarlo de serie. Tampoco es lo mismo probar en todas las disciplinas artísticas (menos ópera y escultura, cero interés) como forma de disfrute, como forma de vivir el instante y ser. Sólo que una de ellas traspasó los límites, cruzó el umbral y perdí toda esperanza, el día en que se fusionó con una de las creaciones arquitectónicas más espléndidas que ha inventado el ser humano. Los paseos por el cementerio no han faltado nunca, carentes de todo sentimiento morboso, tétrico, gótico o corintio, obviando el imperceptible detalle de que mi residencia familiar, por muchos años, se situaba a dos minutos del cementerio antiguo de la ciudad, y que durante la temporada de instituto el autobús me dejaba en una zona cuyo atajo pasaba directamente por las puertas del cementerio.
Al mediodía brillante era la mejor hora para sentarse a escribir en algún rincón, aunque siempre versos; los poemarios salieron de pedazos de esos minutos, trozo a trozo. El poema (único) que ha servido para algo, alguna vez -un premio literario de instituto, 10.000 pesetas por 23 versos- lo escribí en un banco de la puerta, un mediodía que no tenía intención de entrar pero las palabras me obligaron a sacar un folio y detenerme.
Llegó un día en que corté de raíz la escritura en el cementerio. No sé, por si acaso. Porque no era nada cómodo escribir novelas ahí. Dentro de las rarezas arquitectónicas del lugar, una extrañísima (y rincón de escribir, en varias ocasiones) era la fea tumba construída en ladrillos de obra formando una columna, con simple losa de mármol negro, un evidente nombre inglés y fechas. Se erguía sobre una breve explanada y tenía bordillo, donde me sentaba a veces cargada de bolígrafo, por pura curiosidad hacia aquella mujer desconocida y su horrorosa tumba. Ni idea de quién era, ni intención de buscarlo, algún día si eso ya investigaría qué hacía allí alguien de procendencia anglosajona.
Cuando reformaron la tumba y pusieron una losa grande en el suelo me enteré. Cuando salió en los periódicos. Cuando ya tenía la costumbre de no ir. Cuando Jorge Herralde (el editor de su obra en castellano) fue al pie de esa tumba nueva en el acto oficial. En el bordillo de la tumba antigua había compuesto una tarde, años atras:
La expresión el cielo protector, que creía haber inventado, era el título de una novela de Paul Bowles. Paul Bowles estuvo casado con Jane Bowles. Jane murió sola, loca e imposibilitada para escribir en un hospital del centro de mi ciudad. La tumba de ladrillo de aquella mujer desconocida era la de Jane Bowles.
Cuando hablo de la muerte, me vuelvo luminosa; no regresé hasta el capítulo 6/3 (págs. 54-57), hasta que el sol chorreando por los cuadraditos de mi libreta, en mi territorio, me enfrentó al triste hecho de que me estaba comportando como la tiesa lápida de mármol blanco que le pusieron a Muñoz Rojas.
Simple recordatorio, porque en los siguientes cuatro meses en los que vomité dos poemarios (o uno muy largo) la libreta no salió de mi casa. Una visita exclusiva a Jane, esta vez con pleno conocimiento de quién era.
En la ciudad nueva lo primero que hice fue deshacerme de todos los poemarios antiguos. Uno de los motivos principales es que no quería copias de tantas líneas escritas a pie de tumba. El cementerio ahora es aún más bonito que el que dejé atrás, da al paseo marítimo y se ve el mar en el horizonte por encima de las lápidas. Este mediodía de solazo hago un alto para fumar un cigarrillo antes de continuar mi paseo hacia otro sitio. Observo la nada habitual luz de esta ciudad siempre con nubes, así que quiero hacer una foto; cuando enfoco y disparo, aparece una señora menuda correteando entre las tumbas con una regadera, pero la tecnología almacena una foto vacía en negro así que vuelvo a repetir la imagen que corona este post. Y después, desde el otro ángulo de la puerta.
Decido entrar un momento, pasar por la tumba de la hermana de Picasso, pero la señora me llama con insistencia y evidentes ganas de charlar, allí enmedio. Le calculo unos 50 años, es delgada y bajita, con camiseta veraniega a rayas rojas y blancas y un sencillo colgante de oro de la Virgen del Pilar (pilar incluido) en miniatura, por lo que presupongo -confirmo después- que se llama Pilar. En vez del pasillo de tránsito, de forma respetuosa, Pilar se va moviendo hasta que nos quedamos plantadas en la tierra, en el centro de ese huerto salvaje (pisando tumbas), a los pies de una simple losa de mármol con letras plateadas, relimpia, centelleante, que contrasta con la que tiene al lado, de granito gris y que empieza a hundirse por una esquina.
Así me entero de que el 5 de junio, hoy, cumpliría 45 años el que está en esa tumba, su hijo primogénito, fallecido en la juventud por accidente, y que lo tuvo a los 18 años -detalle que da paso a una larga divagación mutua sobre la porquería actual de hijos pasados los 30 por la dificultad económica insalvable-. Las cuentas no me salen y coincidimos en nuestra sorpresa: ella tiene más de los 50 que calculaba (63) y yo más de los 20 y algo que ella me calculaba (36).
Amor y política; crisis económica; estudiar y aprender, si yo tuviera tu edad estudiaría periodismo para investigar muchas cosas, mira cómo está esto, que parece un huerto salvaje (desniveles en el terreno y espacios vacíos en la hierba, señalados con macetas de hojas verdes que indican sepulturas perdidas; sí, parece un huerto salvaje), hay que disfrutar de la vida.
A miles de kilómetros, a varios centenares de metros, los editores beben vino tinto del caro sin saber de mi existencia pero toda importancia ante este hecho se desmorona: quiero, querré, unas letras plateadas como esas, una inscripción que detalle con exactitud que, ahora, voy a cumplir dos años de edad (por segunda vez), que es el aniversario de la publicación del primer libro después de 20 años haciéndolos, es el aniversario en el que empecé a hablar hace 34, en el que empecé a hablar hace dos.
No sé si la prisa nació conmigo o se desarrolló poco después, con toda la información dispuesta por el entorno que revolotea alrededor del bebé que puede morirse de una neumonía chunga; cuando sea, como sea, la certeza ha estado siempre en su sitio: el ansia de aprenderlo todo, conocerlo todo, disfrutar todas las dimensiones de la experiencia humana en el presente. La vida es una batalla que nunca se va a ganar y el tiempo es limitado para aprender. Lo que hay después no importa o lo que hay después a quién le importa, el detalle del ahora es lo que suma. Que no tiene nada que ver con un loco majadero siempre de fiesta y carpe diem, porque la experiencia completa es eso, todo, fiesta y asco, dolor y alegrías, pérdidas y encuentros, el pensamiento positivo es una basura que ignora media realidad.
El miedo a la muerte y la extinción es, sin embargo, la corriente subterránea que todo lo impregna según dicen psicólogos y expertos. Un miedo del que carezco, igual que quien nace sin un brazo o una pierna. Contra ese miedo los artistas en general (escritores en particular) se destrozan los cuernos llorando como muñecos-bebé a pilas para que su nombre pase a un escalafón infinito de importancia, para que algo sirva de algo, como si no fuera ya suficiente con respirar cada jornada. Esas pretensiones de inmortalidad son fatuas e irrisorias, son mierda, caca y porquería. Pensaba. Y pienso, cuando no puedo evitar la lista de nombres con los que firmo cualquier cosa que escribo, cualquier nombre, menos el que está en mi DNI. Una manía como otra cualquiera, la misma que utilizar siempre bolígrafos de tinta negra y antes muerta que escribir ni un trazo en tinta azul, seguro que me da una lepra.
Siempre he pensado que algo andaba mal conmigo y con ese chrirriar del ambiente que no terminaba de descubrir; hasta que lo he descubierto y se me queda cara de gilipollas, lo tenía delante: es el miedo a la muerte, las fortunas que unos hacen y otros desembolsan en cursillos y etiquetas que designan el "vivir en el presente". No es lo mismo estudiarlo que llevarlo de serie. Tampoco es lo mismo probar en todas las disciplinas artísticas (menos ópera y escultura, cero interés) como forma de disfrute, como forma de vivir el instante y ser. Sólo que una de ellas traspasó los límites, cruzó el umbral y perdí toda esperanza, el día en que se fusionó con una de las creaciones arquitectónicas más espléndidas que ha inventado el ser humano. Los paseos por el cementerio no han faltado nunca, carentes de todo sentimiento morboso, tétrico, gótico o corintio, obviando el imperceptible detalle de que mi residencia familiar, por muchos años, se situaba a dos minutos del cementerio antiguo de la ciudad, y que durante la temporada de instituto el autobús me dejaba en una zona cuyo atajo pasaba directamente por las puertas del cementerio.
Al mediodía brillante era la mejor hora para sentarse a escribir en algún rincón, aunque siempre versos; los poemarios salieron de pedazos de esos minutos, trozo a trozo. El poema (único) que ha servido para algo, alguna vez -un premio literario de instituto, 10.000 pesetas por 23 versos- lo escribí en un banco de la puerta, un mediodía que no tenía intención de entrar pero las palabras me obligaron a sacar un folio y detenerme.
Llegó un día en que corté de raíz la escritura en el cementerio. No sé, por si acaso. Porque no era nada cómodo escribir novelas ahí. Dentro de las rarezas arquitectónicas del lugar, una extrañísima (y rincón de escribir, en varias ocasiones) era la fea tumba construída en ladrillos de obra formando una columna, con simple losa de mármol negro, un evidente nombre inglés y fechas. Se erguía sobre una breve explanada y tenía bordillo, donde me sentaba a veces cargada de bolígrafo, por pura curiosidad hacia aquella mujer desconocida y su horrorosa tumba. Ni idea de quién era, ni intención de buscarlo, algún día si eso ya investigaría qué hacía allí alguien de procendencia anglosajona.
Cuando reformaron la tumba y pusieron una losa grande en el suelo me enteré. Cuando salió en los periódicos. Cuando ya tenía la costumbre de no ir. Cuando Jorge Herralde (el editor de su obra en castellano) fue al pie de esa tumba nueva en el acto oficial. En el bordillo de la tumba antigua había compuesto una tarde, años atras:
De nuevo el cielo protector cae sobre mí,
obligándome a tirar la pala
con la que cavaba mi tumba…
¡Cuántas veces los ángeles
se volvieron a observarme,
tratando de hacer su obra de caridad del día! [...]
La expresión el cielo protector, que creía haber inventado, era el título de una novela de Paul Bowles. Paul Bowles estuvo casado con Jane Bowles. Jane murió sola, loca e imposibilitada para escribir en un hospital del centro de mi ciudad. La tumba de ladrillo de aquella mujer desconocida era la de Jane Bowles.
Cuando hablo de la muerte, me vuelvo luminosa; no regresé hasta el capítulo 6/3 (págs. 54-57), hasta que el sol chorreando por los cuadraditos de mi libreta, en mi territorio, me enfrentó al triste hecho de que me estaba comportando como la tiesa lápida de mármol blanco que le pusieron a Muñoz Rojas.
Simple recordatorio, porque en los siguientes cuatro meses en los que vomité dos poemarios (o uno muy largo) la libreta no salió de mi casa. Una visita exclusiva a Jane, esta vez con pleno conocimiento de quién era.
En la ciudad nueva lo primero que hice fue deshacerme de todos los poemarios antiguos. Uno de los motivos principales es que no quería copias de tantas líneas escritas a pie de tumba. El cementerio ahora es aún más bonito que el que dejé atrás, da al paseo marítimo y se ve el mar en el horizonte por encima de las lápidas. Este mediodía de solazo hago un alto para fumar un cigarrillo antes de continuar mi paseo hacia otro sitio. Observo la nada habitual luz de esta ciudad siempre con nubes, así que quiero hacer una foto; cuando enfoco y disparo, aparece una señora menuda correteando entre las tumbas con una regadera, pero la tecnología almacena una foto vacía en negro así que vuelvo a repetir la imagen que corona este post. Y después, desde el otro ángulo de la puerta.
Decido entrar un momento, pasar por la tumba de la hermana de Picasso, pero la señora me llama con insistencia y evidentes ganas de charlar, allí enmedio. Le calculo unos 50 años, es delgada y bajita, con camiseta veraniega a rayas rojas y blancas y un sencillo colgante de oro de la Virgen del Pilar (pilar incluido) en miniatura, por lo que presupongo -confirmo después- que se llama Pilar. En vez del pasillo de tránsito, de forma respetuosa, Pilar se va moviendo hasta que nos quedamos plantadas en la tierra, en el centro de ese huerto salvaje (pisando tumbas), a los pies de una simple losa de mármol con letras plateadas, relimpia, centelleante, que contrasta con la que tiene al lado, de granito gris y que empieza a hundirse por una esquina.
Así me entero de que el 5 de junio, hoy, cumpliría 45 años el que está en esa tumba, su hijo primogénito, fallecido en la juventud por accidente, y que lo tuvo a los 18 años -detalle que da paso a una larga divagación mutua sobre la porquería actual de hijos pasados los 30 por la dificultad económica insalvable-. Las cuentas no me salen y coincidimos en nuestra sorpresa: ella tiene más de los 50 que calculaba (63) y yo más de los 20 y algo que ella me calculaba (36).
Amor y política; crisis económica; estudiar y aprender, si yo tuviera tu edad estudiaría periodismo para investigar muchas cosas, mira cómo está esto, que parece un huerto salvaje (desniveles en el terreno y espacios vacíos en la hierba, señalados con macetas de hojas verdes que indican sepulturas perdidas; sí, parece un huerto salvaje), hay que disfrutar de la vida.
A miles de kilómetros, a varios centenares de metros, los editores beben vino tinto del caro sin saber de mi existencia pero toda importancia ante este hecho se desmorona: quiero, querré, unas letras plateadas como esas, una inscripción que detalle con exactitud que, ahora, voy a cumplir dos años de edad (por segunda vez), que es el aniversario de la publicación del primer libro después de 20 años haciéndolos, es el aniversario en el que empecé a hablar hace 34, en el que empecé a hablar hace dos.
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