Infinite

Quinto aniversario del blog: bienvenidos a la casa de Bernarda

Sabes que vas por el camino correcto cuando los hechos dispersos se agrupan en una metáfora demasiado estructurada, narración sorprendente en sus tantas coincidencias que uno se ríe, hay que reírse, qué se hace si no ante un despliegue que parece guionizado por alguien y un poco a mala leche.

¡Libres para nada! cumple 5 años (los primeros posts de junio 2010, ahora en modo "borrador"). Y cada año digo lo mismo, como si tuviera algo que celebrar, sin saber bien qué. Esta vez sí. Puede. Todos estos años se han quedado a un (muy) optimista 30% de lo que había proyectado, realmente, para cada día. Hasta llegar a los espacios en blanco de algún mes en silencio -como este último-. 

Celebro que esta sea mi segunda casa como si funcionara al 100% porque, en el fondo que no se ve, siempre ha funcionado al máximo. El tiempo es lo único que mide las cosas y aunque esperaba que el proceso fuera instantáneo, me lo he tenido que comer de todas formas. Lo malo es que en el "durante" tienes la sensación, unas mil veces, de que no ocurre nada; lo bueno es que llega un punto en el que la acumulación se desborda, y de repente eres consciente (a pesar de las mil veces) de coño, cuánto han cambiado los ojos que miran, no me había dado cuenta.

Lo de bloguero/bloguera a estas alturas no es importante, al contrario, es la misma mamandurria que sirve para esclavizar al redactor de contenidos de siempre (periodista o escritor de segunda o quinta fila) para que abandone su tontería y se dedique a algo serio de una vez. Ya no sólo expertos de cualquier campo, también tu vecina tiene la capacidad de poner en un post diario sus recetas culinarias o de escribirte las nuevas técnicas subversivas para atropellar con gracia y con su carrito del Mercadona, sin que se note, a todo aquel individuo femenino que aparente menos de 60 años y esté delante en la caja. Así que no, querido redactor, para mantener la conexión a internet y saldar la factura de la luz, quédate sin uñas tecleando 500 posts a la semana, originales y con foto, no me vayas a enviar nada de la Wikipedia, a un ritmo imposible de 100 diarios. Escribe tú solo más que toda la redacción junta de un periódico y la comida, si eso, ya te la buscas en un contenedor de basura, sí. Que tu vecina escribe gratis, protestón.

Mejor una casa libre, como esta, a la que cambiar el diseño cuando llega una temporada especial. Varias tentativas correctas hasta encontrar la que es correctísima y durará mucho tiempo, cortesía de los maravillosos creadores Pipdig.

El blog en sí no era más que una excusa entretenida hasta que se ha convertido en un ancla de reenganche a lo que siempre ha estado ahí, lleno de costras de mierda. Tengo una excusa que me permite estar 24 horas pensando en cosas para escribir como antaño y reservar parte de mi día para escribirlo físicamente, sin sensación de culpa; hay un blog que mantener. Así me he enterado, una a una, de todas las cosas que sé y no era consciente de que ya sabía y después aparecen otros, muy ufanos, como si hubieran descubierto la pólvora contando lo mismo.

En torno a esta metáfora individual de 5 años en 2015 se han tejido un grupo importante de sincronías que culminan en el último escalón (y qué redondo es el tiempo) de re-experimentar esa ligereza ante un listado de proyectos escritos, bajo el fuego ya extinto del disfrute y la alegría, al unísono con la idea seria de que su destino fuera la luz, para caer fulminada en ese justo momento por un catarro y después tres semanas de tos perruna. Primero la incomodidad y la sorpresa, tras 7 años sin enfermar una sola vez. Pero a la segunda semana aparecieron recuerdos más sombríos, del doble de tiempo -15 años- atrás, de cuando había recitales poéticos y novelas con su propia investigación, es decir, de la primera vez que tomé el asunto un poco en serio por fuera de mis libretas... y caí fulminada también. 


¿Casualidad? Seguro que sí, pero un buen momento para el análisis introspectivo de toda las tiranteces mentales y prejuicios sobre el Arte de Escribir, que los tenía ahí, supurando azufre. Esta vez se ha quedado en un estúpido catarro y no en un Thomas Bernhard 2. 

«HOLA, ¿QUÉ TAL?»

No hay heroicidad ni épica alguna, como nos quieren hacer creer tantos artículos rellenapáginas de revistas literarias online, en el hecho de que los escritores desempeñen actividades de índole, digamos (eufemismo que usan) "no intelectual": que si paseante de perros, camarero, reponedor, que si traficante de armas... Tener mente de artista no significa que tengas suerte ni habilidades para mantenerte sólo con eso. Muchos escritores no consiguen que contraten sus libros ni una "firma" apreciable que les permita dar coferencias o talleres para rellenar sueldo. Tampoco significa nada que la opción ganapán esté más lejos o más cerca del entorno de los libros; lo único que importa es la posibilidad de un contrato en algo.

En toda una década de adulta joven (ya voy camino de adulta mayor) he tenido una suerte de mil demonios a la hora de mantenerme. Desde las prácticas como estudiante escribiendo artículos diarios para una revista y terminar la carrera con entrada directa a un periódico, también para escribir, me he ido deslizando pendiente abajo hasta el menor gasto intelectual posible en las tareas a desempeñar. ¿Clasismo? pregunto un millón de veces. ¿Será que, en el fondo, considero inferiores a las personas que no tienen el aprendizaje, el conocimiento y la Sabiduría como máxima vital, que no les interesa el estudio, ni conocer el alma humana, el mundo, el universo? ¿o que se conforman con un trabajo "no intelectual"? pregunto otro millón de veces. Podría ser. Pero no. La furia que siento es individual (contra mí misma) y no de clase. No me incomoda sonreír y repartir flyers, ni poner tazas de café a desconocidos, ni tocar timbres, sino la pérdida inevitable de control que se acumula con todos esas tareas. Porque llevan a un extremo agotamiento físico, acompañado de extremo agotamiento mental (por el trabajo en sí o porque su duración sea apenas de un mes o una semana y hay que pensar en el siguiente). Si por reloj dispones de tres horas seguidas para escribir, sólo aguantas media hora sobre el teclado y los proyectos avanzan poco.

Nada de lo que dicen los manuales, ni falta de voluntad, de pasión, vocación ni de objetivos claros: es materialmente imposible terminar un libro si te quedas dormida por agotamiento con el bolígrafo en la mano. Lo que se escribiría en un mes, tarda cinco, seis, o nunca se termina. Y lo que es peor, las frases y los párrafos y los capítulos enteros siguen en la cabeza, PERO FÍSICAMENTE NO DA TIEMPO A PONERLOS POR ESCRITO, por muy rápido que escribas antes de echarle ronquidos al papel o la pantalla.

No me había dado cuenta del daño interno que supuso el exceso físico y psíquico al que estuve sometida, tanto como para dejar de escribir del todo unos meses, especialmente en los últimos años en mi tierra (2009-2011). Tampoco había hilado que los dos proyectos más recientes coinciden con un período de paz surgido de la nada: la posibilidad de subsidio por desempleo (ingresos y no el vacío absoluto) después de varios años rapiñando contratos por semanas y meses sueltos. Un paréntesis de relax.

Este junio utilicé otro enfoque. ¿Qué pasaría si consigo que los defectos jueguen a mi favor? En vez de la angustia peyorativa por un trabajillo temporal cualquiera, a media jornada, ¿y si consigo uno -de los que siempre me llaman- y la otra mitad del día es para escribir en serio? Un día desperté con la sensación de que a la semana siguiente iba a estar trabajando, sí o sí; no sabía cómo ni de qué manera, llevaba un par de meses en el que no recibía contestación a ninguno de los curriculos, pero el trabajo era necesario para la escritura secuencial de las cosas entre manos. Por un encuentro fortuíto ese mismo día, en la calle, conseguí una entrevista y sí, a la semana siguiente con trabajo.

A los neo-gurús les encantaría, incluso a mí me encantaría saberlo. Pero no visualicé nada, no hice una sola afirmación positiva, nada de nada. La única certeza es que el primer poyecto de la lista tenía que concluirse en verano y para eso, antes, era necesario un contrato de trabajo. Y ya. Apareció. «Hola, ¿qué tal?» 200 veces al día, carpeta en mano.

Feria del Libro de Madrid, al epicentro

El viaje con unas amigas estaba en la agenda desde hacía meses. Primero, como disfrute del verano. A nivel fisiológico mi organismo considera que en junio son 35º, en julio 37º y en agosto 42ºC. Que en junio haga sólo 15 grados celsius satura mi cuerpo, tengo que saber que es verano y comprobarlo con viajes relámpago hacia el sur. Y vía libre porque prometí no pisar Madrid, bajo ningún concepto, si antes no tenía otro libro; el poemario ya estaba en Amazon.

Las temperaturas acompañaron y también las casetas, que las fabrica el mismo diseñador para todas las ferias del libro de España, seguro, podría haber sido cualquier otra parte. A los escritores no les hacía nadie ni puto caso, y lo que es peor, a los libros menos todavía. En la Cuesta de Moyano todos hojeaban los libros, mientras que en la Feria del Libro la mayoría eran paseantes domingueros que ni rozaban las tapas.

Todo acompañado de la sensación de flotar, rodeada de libros sin poder hacer nada, esto es, sin la capacidad de llevarme ninguno. Porque un cajero se había tragado mi tarjeta bancaria esa mañana y en total mi cartera tenía unos 8 euros, monedas de cobre incluídas. Aún por delante almuerzos, cenas y cafés de un par de días. Gracias a las compañeras de viaje pude llevarme un libro, un único libro, quizá el que menos esperaba de toda la feria, tuve que pedirles que me prestaran el dinero para El arte de pedir, de Amanda Palmer. Mira que había libros.

A Amanda la conocí hace poco y por el final, gracias a su charla TED. Después conocí su música. También que había terminado un libro con sus experiencias personales sobre el crowdfunding para artistas, el tema de la charla pero en profundidad. Aunque no sabía que estaba ya en castellano.

Algo en Amanda resuena con una inmediata simpatía, quizá porque eso de pintarse la cara de blanco me transporta a mi etapa de clases de mimo-clown o a una de las obras de teatro que monté y en cuya escenografía todos los personajes llevaban la cara de blanco, tipo geisha-mimo, aunque no era una pieza de mimo. Pero descubrí bastante más. En la tranquilidad del amanecer sobre las calles de Madrid, una voz cómplice que rebatía y se enfadaba con el síndrome del impostor y con el arte. Alguien que decía que sí era posible.

Aniversario, renovación y versos

Y a la vuelta...

Y a la vuelta, ideas de crowdfunding para la novela, para costear la ilustración de portada (es de Pedro López sobre fondo de la página 11 manuscrita y original de El proceso de Kafka, habrá que pedir permiso también), las correcciones y regalos a los lectores-tester, ideas fulminantes para otra segunda novela, camisetas, vídeos, aprovechar los conocimientos para hacer las versiones audio-libro, contratar a otra ilustradora que quiero para el otro poemario, recitales de micro abierto donde he ido leyendo Oleaje a modo de presentación improvisada y yo qué sé qué montón de cosas más. 

Pero como tengo que salir AHORA MISMO a hacer unos recados y después a un concierto-recital, los párrafos que quedaban eran muy gordos y los he resumido arriba y este post lleva así dos días (¡nevermore!) le doy al botón naranja de "publicar". 

Luego, más.
El síndrome del impostor acaba en dolor de pulmones. 

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