Sí, he titulado esto así porque la cabeza no me da para más |
Cruje, ¿no lo oyes?
Se está partiendo. Y duele.
Es un dolor raro porque suena, con rumor de una rama despeñándose desde la copa del árbol a cámara lenta, o de olas cambiantes vibrando en toda la estructura.
Cruje, ¿no lo oyes?
La única palabra para definir esta sensación es perplejidad, varios grados más que el asombro. Acabo de ver las telarañas en las puntas de las hojas, y las hojas con un tinte marrón, así que ya no hace falta que lo compruebe en Google Imágenes ni en más páginas de jardinería; me suena por las centenares de veces en los olivos del sur. Este olivo también se está muriendo.
Pero vibra y cruje
El sudor helado metafórico-pero-físico se me escurre cogote abajo y por instinto llevo la mano al pecho, donde el supuesto dolor punzante por el susto. Noto el músculo cardíaco bombeando a través de esta delgadez pellejosa (10 kg menos por la inactividad de la pandemia, ¿quién dijo miedo si puedo reanimarme el corazón con los dedos?) pero el miocardio va muy despacio, y entonces qué es lo que duele si no es la adrenalina alterada. ¿Acidez de estómago?
¿Pero cómo duele tanto si el corazón no supera los 100, qué es esta mierda?
Empiezo a oír, a lo lejos, un rumor crepitante que asimilaría con el tono de los capullos de los gusanos de seda o de las hojas de morera. Crij, croj, craj. El olivo se está muriendo por tu culpa. Una caja de gusanos. Lo estás matando por falta de agua. ¿Ahora quieres ser un virus? Lo estás matando.
Que cargarse un matojo de albahaca es una cosa, o aquel pobrecito romero, qué pena. Mataplantas. Pero esto es un señor olivo de 7 años, le dio tiempo a una cosecha de aceitunas minúsculas durante el lapso bajo tu cuidado. Recuerda la foto (ahora tétrica e insultante) de sus ramas flexibles con las ramas flexibles del poema. Eso es lo único útil que has podido conseguir: dejarle una huella digital a un olivo muerto. Pero regarlo no, para qué.
Pobre bonsái. Lo has matado. Qué diría tu abuelo.
Y el rumor sigue porque duele. Más volumen. Sonido de las grandes ramas de eucalipto que se agitan un día de viento intenso hasta desprenderse y aterrizar en el suelo de Tassara, con ese efecto que, si cierras los ojos, suena igual a las olas en la orilla, el mar en tierra. Van y vienen. Mejor vuelve de allí tan lejos, mejor di que suenan parecido al pulso de un terremoto, compáralo con la onda expansiva de Alhucemas aquella madrugada, ese sonido de placa tectónica cuya rareza está en que no lo escuchabas en los oídos sino con la vibración de todos los huesos del cuerpo.
Eso es: este pinchazo doloroso se extiende como el sonido, siguiendo la coreografía de una burbuja de jabón que estallara al sol, las gotas brillan unos segundos en color tornasolado antes de desaparecer. No es agua jabonosa sino confeti en dispersión hacia las extremidades, desde el centro del pecho que duele pero no duele ahí en concreto. Tampoco es el estómago. Chispea y pica hasta llegar a las puntas de mis dedos y las manos echan humo con la no-acción de moverse sobre un teclado, disparan un párrafo tras otro sólo por la oportunidad placentera de agregar muchas tildes a muchos sólo. Pero esas manos que vibran y esos dedos que pican están quietos.
Soy incapaz de escribir nada. Y el asombro da paso a la perplejidad de la alucinación.
Pura perplejidad: dícese del estado en el que un dolor tiene sonido pero no sitio, ni articulación ni cartílago, que podría ser una metáfora mental pero es física y suena, y sigue doliendo en miembros fantasmas ejecutando acciones fantasmas como si el cuerpo fuera la pantalla de un proyector de diapositivas de fantasmas; duele sin sentido metafórico pero en el rango espectral auditivo. Eres un espectro proyectado sobre carne.
Y el espectro cruje.
El detalle del bonsái medio muerto ha hecho que el estado de bloqueo creativo se solidifique en una burbuja pesada y desagradable, rígida hasta la asfixia, que empieza a partirse con este sonido alucinatorio que percibo pero no oigo. Que debería partirse. Ya no lo aguanto más. Las dos manos siguen aquí, incapaces de escribir durante un año, atrapadas en una niebla mental que me ha hecho sobrevivir a la pandemia.
Un terremoto a cámara lenta.
Y ese cascarón de niebla tiene las paredes de ataúd de madera de roble. No sé cómo romperlo, no sé cómo calcular el puñetazo que desencaje la fisura por última vez hasta abrirlo. La Perplejidad mayúscula del susto que no es adrenalina en el corazón, ni taquicardia, ni sudor real, ni una burbuja real, centenares de muertos con una pademia planetaria y de repente vas a derrumbarte porque has matado un olivo en miniatura, la planta que compraste con cariño para la nueva casa porque tuviste que huir de la anterior cuando se partía.
Esta es la historia de un imposible: durante mi segundo bloqueo creativo (serio) se me ha olvidado escribir. No creo en los ciclos temporales y sin embargo (sin embargo, en serio) el guionista decidió que las circunstancias iban a repetir en bucle un esquema de estrés crónico. Pero esta vez, al ser repentino y externo, ese bucle lo he manejado a conciencia para transformalo en estado berserker.
Bajo ese estado, en apenas una semana, arrancar de cuajo 10 años de recuerdos y vida de unas paredes agrietadas que se derrumbaban hacia el suelo, a cámara lenta. Siempre a cámara lenta.
Serán los nervios de la pandemia.
Rumores de oleaje, crujidos, espesor. La desnudez absoluta cuando no se puede escribir porque hay tantísimo que escribir y empieza torcido desde el primer recuerdo...
Una grieta que durante 11 meses he escuchado de manera no-consciente. Qué 11 meses, durante 10 años.
Llevo 10 años montada sobre un terremoto a cámara lenta que aceleró.
El mundo en parálisis bloqueado por la pandemia y tú corres como un tornado.
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