At first row. JAIP |
Palabras como "análisis existencialista" y "angustia vital" flotan estos dias en todo lo que miro, como si las pestañas exudaran su tinte invisible. Los escaparates son más relucientes que nunca, la gente se emborracha a un volumen ensordecedor justo bajo mi ventana. Es larga la calle, pero a la altura de mi ventana parece que han colocado un imán creativo: confesiones apasionadas, cantautores improsivados, peleas de te voy a dar tal hostia que vamos a morir los dos: tú del guantazo y yo por la onda expansiva, etcétera.
Esta mañana, en la frontera del amanecer, una chavala ha paralizado a su grupo de borrachos-de-recogida con una canción que ha rebotado por toda la calle. Hasta ahora, es de las mejores serenatas que he escuchado al amanecer. Aplausos. Hoy no me ha pillado en el proceso de volver a la conciencia, sino todo lo contrario. Noche larga sin dormir. Noche haciendo cosas. Ya no puede hablarse de insomnio, es quizás haber hecho propio el horario del vampiro, dormir de día y hacer cosas por la noche.
Si miramos a la sociedad que nos rodea, y nos ayudamos por la radiografía de los best-sellers millonarios de autoayuda, hasta ahora el problema estaba en que la vida pasaba por encima, al seguir esquemas mecánicos y rutinarios, carentes de "espacio vital". Resumido en una palabra: estrés. Sacrosanto estrés occidental. Santa falacia.
No hay manuales ni expertos que paren un segundo en la angustia vital inversa. A veces me pregunto por qué llevo la contraria a todo, por qué no hay sitio para mí, por qué no encuentro reflejo (auténtico) en ninguna parte: siempre hay un detalle que me saca del escenario con una patada.
La angustia vital procede del no hacer nada. Yo no sé no hacer nada. De hecho, siempre he hecho muchas cosas, proyectos, lecturas, estudios, citas, correctamente distribuído todo en horarios. Dentro de ese horario, además, se ha incluído el propio tiempo de no hacer nada, valga la redundancia. Es decir, espacio (siempre espacio) para estar con uno mismo, ver los pequeños detalles, mirar una pared blanco sin ningún motivo. Horario programado para perder el horario. Un poco raro, ya.
Por esto, cualquier manual de autoyuda o experto en temas relacionados me sabe a poco. Todo el empeño es enseñar una perspectiva nueva antes la vida, o algún tipo de pensamiento positivo que, ya os aseguro, no funciona en absoluto. Caen en el error de explicar conceptos que en Oriente se saben hace miles de años. No sirven. No ME sirven.
La lectura de Pablo D'Ors, por todo esto, ha resultado completamente insustancial. ¿Qué hay de nuevo, viejo?
Porque, no hace tanto tiempo, muchos se quejaban de la falta de vida, horarios estresantes de trabajo, levantarse, 8-10 horas, volver a casa, dormir, levantarse, y así todos los días. ¿Oye, y mi tiempo para vivir? La duda que surge es qué se puede hacer cuando todo lo que sobra es tiempo.
Quizás por esta visión tan estrambótica mía es que no sufro de una verdadera depresión atípica grave, estilo Deivid Foster. No sé si lo he aprendido o nací con esa filosofía, pero es interesante la capacidad de relativizarlo todo, sin perder de vista lo esencial que es invisble a los ojos. William Blake lo escribió mucho antes:
Sostener el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en un hora.
Oh. Podría escribir un manual de autoayuda y fundar un nueva corriente. Bernardismo. Como kafkiano, pero en femenino.
A veces hay que sobrevolar esa tendencia de echar la culpa a algo. A la crisis. A los mercados, al gobierno. ¿A la suerte? ¿a uno mismo? ¿a la sociedad del nosotros-no-somos-machistas-pero-vete-a-fregar-que-no-me-interesa-tu-trabajo?
Es profundamente doloroso ver como otros no paran de hacer cosas y se quejan, además, por no tener espacio vital. Cosas, además, que tienen que ver con escribir por aquí y por allá. Y mientras, entre estas cuatro paredes y fuera, la lucha desigual contra la alienación humana. Sin trabajo no hay dinero, sin dinero no tengo comida. Inanición, enfermedad, muerte, chao. Así de sencillo.
He tenido pesadillas con bañeras llenas de sangre.
Siempre hay tiempo, el tiempo sobra.
Tiempo para ver documentales sobre la II Guerra Mundial, los Evangelios perdidos, Marina Abramovic, vidas de escritores, funcionamiento del cerebro o la cría de berberechos salvajes en el Alto Kurdistán.
Bueno, esto último no.
Siempre hay tiempo de volver una segunda (y una tercera vez) a la tienda de zapatos, para convencer al gerente.
Siempre hay tiempo de enviar una quinta vez tus muestras de trabajo a todos los medios de comunicación y productoras del Reino entero. Y tiempo para llamar, encima, y confirmar que se lo han leído.
Siempre hay tiempo para volver a caso empadada con la lluvia de marzo y la carpeta con tus datos bajo el brazo, y el placer exquisito de quitarse los calcetines empapados y secarse el pelo con una toalla.
Siempre hay tiempo para escribir posts chorras y lanzarlo al agujero negro de las redes.
Y siempre hay tiempo de mirar por la ventana para recordar la máxima biológica: la vida se abre camino. La vida es lucha absurda.
Tiempo para hacer fotos similares. Por supuesto. Para disimular la angustia.
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