Es inofensiva. Parece una señora cualquiera, de aspecto hippy por su mochila, algunas arrugas en un rostro cansado. Quizá 50. Quizá 57 años. Se sienta en el banco de la plaza y saca un periódico.
No se fija en nadie.
Abre el periódico. Lee la primera noticia en voz alta, sin apartar la mirada de las hojas. Pasa las páginas. Lee las siguientes noticias de grandes titulares a cuatro columnas. Como si se las leyera a alguien, a un volumen de conversación normal.
Pasa las páginas.
Lee.
Pasa páginas.
Lee.
Llega a la última.
Coge la mochila, se levanta y destroza el periódico en cuatro partes, con una facilidad asombrosa, con lo difícil que es romper un periódico doblado y todavía con páginas suficientes (o quizá no). No mira a nadie, tira los trozos al aire y se marcha por donde ha venido.
El viento de noviembre que sopla con ímpetu esa mañana esparce el confeti periodístico con alegría, en todas direcciones.
Un pedazo se engancha en un torbellino invisible para girar en el vacío, arriba y abajo, eh, mira, soy la bolsa de plástico de American Beauty.
Vuelvo a casa temprano.
Dejé el procesador de textos abierto por donde iba, 1667 palabras nuevas esperan ser escritas. Y todavía no puedo imaginarme el desastre que va a caer sobre mí.
Almuerzo. Café. Adelanto la hora, siempre empiezo sobre las 9 de la noche, ahora son las 4 de la tarde.
Tengo que revisar y corregir las anteriores para coger el hilo.
Leo con la boca abierta.
Paso páginas.
Vuelvo a leer, en voz alta.
Son las palabras de ayer, las primeras del reto de los 30 días que salieron con una facilidad extrema, que no tuve que anclarme a la silla, que no pensé, sólo las vomité sin más, mientras escuchaba música y canturreaba y medio bailoteaba encima de la silla.
Son las primeras páginas que no necesitan de una sola correción. Ni un error tipográfico, siquiera.
Y entonces pienso que el periodismo me ha servido poco más que para acabar haciendo como la loca de por la mañana. Y que escribir así, durante dos décadas, empezando un noviembre de hace dos décadas, sirve para la misma y absoluta nada. No tiene sentido alguno. Pero no puedo evitarlo, es lo que soy.
No sé de dónde viene, pero una resistencia animal me impide mover un dedo.
Llegan las 9 de la noche. Las 10 y media. Las 11 y 45. Las 11 y 59. Lo he intentando con todas mis fuerzas, pero no me responden los dedos. 23 años (exactos) son muchos años haciendo la misma tontería, ¿por qué intentarlo otra vez? ¿Para qué, si a nadie le importa?
00.00h, día 7. Ayer no escribí nada.
Vuelve a ser difícil y penoso, un asco, una angustia contando el número de palabras a cada dos frases nuevas. Pero no me levanto hasta que acabo lo que no hice el 6.
Cuatro páginas que necesitan una corrección espantosa la tarde siguiente.
Pues haz como ella...
ResponderEliminarUn abrazo!