Los períodos de reposo forzado nunca han sido lo mío. Por eso me vine abajo al tercer día. Si al tercer día es tiempo legendario de resurrección, al tercer día mío fui consciente de la disolución. El cuarto sería igual, y aún más, estaba reflexionando todo esto durante el quinto día. Sin darme cuenta, pasó la semana. Me eché a perder, sin retorno. La costumbre se había asentado, repentina, como si desde el principio de los tiempos hubiera sido lo más normal de mi conducta; tan familiar era la sensación que producía en todas las células. Así de absurdo: si te levantas un día y en el espejo eres de un tono de piel mucho más oscuro y lo asumes: sí, siempre he sido negro, no hay nada extraño aquí, por qué tendría que gritar horrorizado. Así de absurda era mi situación ante la inmovilidad. Ayudó mucho la somnolencia que rodeó las cosas como una tela de araña: empecé a no distinguir la semi-inconsciencia de las horas firmes, los minutos despiertos, el sentido claro al reloj. Una especie de neblina que me ocultaba todo, como si fuera un sueño. Esa somnolencia fue producto o fue la causa (no podría distinguirlo) de que aceptara mi nueva situación como si fuera antigua, como si en mi naturaleza no hubiera existido jamás el movimiento ni la prisa, la vitalidad ni las ganas de moverse a la velocidad más alta. Acepté que era un ser inactivo como si nunca me hubiera interesado el mundo, sólo porque me obligaban a estar encerrado en casa, sin la posibilidad de dar el mínimo paseo hasta la puerta y traspasarla.
Una transformación tan radical tendría algún otro motivo, un conato de rebelión, pero me adapté de forma automática y sin pretenderlo; como dije, al quinto día me di cuenta que estaba reflexionando casi de si había existido un cuarto, diferenciado del tercero o del primero. Fue imposible. Y de ahí, cuesta abajo. Ni siquiera hice el intento de pasar los días tachando una agenda para saber dónde me encontraba. Llegó el punto en que me daba igual. No sentía nada. Ni alegría, ni pena. Ni derrota, ni miedo, pero tampoco voluntad ni vitalidad. Respiraba, ya está. Como se supone que tenía que hacer. En silencio, de manera discreta. Sin alegrarme por ello, sin entristecerme tampoco. Totalmente plano.
A veces me interpelaba por qué la niebla había envuelto el paso de los días y el paso de la percepción propia sobre los días, como si no me pertenecieran. Puede que al finalizar la segunda semana, ya entrada la tercera, aún me dejaba atónito esa sensación de no estar presente en los minutos, la sensación de que un día de la primera semana acababa de transcurrir en el ayer de una jornada de la tercera, superpuestos como un chicle pegajoso. Uno u otro, qué más da. Atónito tampoco es la palabra, porque no había ni bien ni mal, sólo observación. Era capaz de observarlo todo desde lejos, con la misma ceguera que produce la nada espectral; cuando uno medita, por ejemplo, vacía su mente pero se llena de nada, y esa nada es apacible, gozosa incluso, tranquila y relajada; provoca una sensación de plenitud. Esta nada era un vacío total que no producía placer alguno, ni sentimiento alguno. Ni bien, pero tampoco mal. Jamás había sentido tal cosa, si se le puede llamar sentir a sólo observar el vacío. A veces la nebulosa daba paso a un simulacro de enfado: si fuera algo terminal, si fuera algo con una mejor prensa, tendría el apoyo y los regalos y bombones de la gente en sus visitas, los mensajes, cómo estás, Ale, incluso la hipocresía por la mala digestión del sufrimiento ajeno y las mal disimuladas caras de asco que se ponen ante la enfermedad; tendría capacidad (o motivos) para volver a una consciencia exacta del paso de las horas. Emociones. Pero no existía nada de eso, ninguna visita, ningún mensaje, ninguna capacidad de salir a dar un paseo. Por tanto, no había ningún motivo que arrastrara lejos la neblina. Y por eso me enfadaba. Me había rendido por completo ante el encierro forzado y la inacción obligatoria. Quizá jamás vuelva de este estado, pensé un día, cuando ya no sabía si continuaba la tercera semana o estábamos a mitad de la cuarta. Quizá tampoco sea necesario rebelarse, porque en esto consiste todo: el absoluto vacío, el olvido de la gente, tanto si existes como si no.
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