Resuena la bocina imponente de un barco cuando empiezo estas líneas. Tres toques de aviso. El eco reverberante me recuerda a la escena inicial de la película Titanic, tan llena de movimiento, con un Leonardo DiCaprio tan feliz y tan rubio correteando entre el gentío para embarcar, sin saber que acabará azul. Echo mano de Google para que me encuentre los horarios. La nave se llama Oceana, dos mil y pico pasajeros, cubre el trayecto Coruña-Southampton. Avisaba a toda la ciudad de su partida hacia Southampton. Ese puerto, sí, el del Titanic. DiCaprio, qué haces, ar favó, no subas a ese barco, que luego una repipi te dice que en la tabla no porque se hunde y prefiere salvarse ella.
Sonrío por la casualidad y la perspectiva de otro febrero, camino del fondo del Atlántico que vamos. Desde el primer día de este capicúo año vuelve el aire conocido de escribir cada día por aquí. Confieso que al estrenar las primeras horas (resacosas, hay que decirlo) del 20-20 la secuencia de movimientos fue, en este orden: un café / abrir el blog / hojear las notas de dos libretas simultáneas (confusión logística con resultado de dos libretas a la vez) / la idea fulgurante de retomar la tarea diarística de antaño.
Como en los orígenes. ¿Por qué no?
Cuántos quedan de esa generación que nos paseábamos hace unos cuatro, cinco años (espera... ¿seis?) con el impulso de narrar cada día y mantener en forma el músculo periodístico, cuando vivían los blogs literarios que no hacía falta convertir en vídeos ni en posts de instagram. Algunos han tenido esa idea desde el día 1 exacto, con la diferencia de que lo han hecho. A mí me han dado las tantas de febrero.
¿Qué hemos hecho mientras tanto? Es imposible recordar cómo era el mundo sin las uñas de Rosalía arañándolo todo. Experimento el paso del tiempo porque las jóvenes estrellas youtubers cumplen 30 años y los llaman viejos, pero no porque los iconos noventeros de mi juventud empiecen a morir.
¿Y si me he oxidado? El descanso ya es agotador. Echo de menos las redacciones, estuvieron cerca muy cerca en 2019 pero todos los proyectos se han derrumbado, uno a uno, goteando sangre, hasta disiparse con el viento de febrero, otra vez.
Si arranca (por fin) este registro es por la urgencia de adelantarme a la broma. A quien no lo recuerde, a quien no lo sepa después de tantos años de blog, febrero es el mes retorcido que me vio nacer en su último día. También un despropósito que acumula circunstancias durante 27 días hasta que se calman con el cumpleaños. Tu nochevieja es mi febrero. Ceses, rupturas sentimentales, paro laboral, incubar cosas, han coincidido justo en los febreros anteriores. Lo de incubar cosas tiene el bonito patrón invariable de 1, 11, 21, 31 años, el último día de febrero toca enfermedad. Y si seguimos la estela rítmica, cumplo ¡41, a lo Kafka! y tocaría otra vez. Y ganan por mayoría las enfermedades pulmonares. Tú imagina con un año y una neumonía atípica, no será ahora con 41 que vuelva a tener otra, y encima Made in China (el coronavirus wuhanés se manifiesta con neumonías atípicas). Valiente regalo de cumpleaños. No tengo ya suficiente con que, mire donde mire, todo lo que llevo o uso es made-in-china como para que también lo sean los mocos.
O simplemente que tanta inactividad agota. Resulta que lo que no se cuenta, existe. Sigue existiendo como una larva dormida. Respira y se mueve despacio, pero existe. Hasta que empieza a quejarse porque no recibe la luz del sol y roe las paredes desde dentro. Qué harás, portador de las palabras, ¿esperar a que la enfermedad llegue por desuso?
Y a todo esto, sigo preguntando: pero qué hacíamos antes sin las uñas de Rosalía arañándolo todo.
Nǐ hǎo!
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