Un vecino (inexistente en la realidad) golpeaba con saña la puerta de casa, queriendo echarla abajo para entrar. De los puñetazos pasó a lo que sonaban como golpes enfurecidos con el hombro.
Mi angustia aumentaba mientras sujetaba una jarra blanca de esas metálicas, como de cuarto de baño antiguo. Era por la tarde, bien tarde, pero todo estaba oscuro azulado por las persianas bajadas, no sé por qué.