Todo el viaje fue una sucesión de curvas verdes y música atronadora. Turn the page repetida quinientas veces, con algún silencio breve entre una y la misma. Los golpes de batería parecían tallar los bordes de la carretera, con precipicios de cientos de metros en algunos tramos, un puente de apenas medio carril para dos coches en sentido contrario, un camión de gran tonelaje en opuesta dirección. Lo justo para sentir el pelo erizado en la nuca durante segundos. Y el significado de la canción, mal chapurreada en algunas ocasiones, a pleno pulmón otras, desafinada todas las veces, acompañaba la idea: pasar página, en movimiento hacia ninguna parte.
Lo menos importante, tras 42 minutos exactos, reflexionaba Claudia, ya no era conocer a Pardo. Era estar en movimiento, sólo estar en movimiento. Como si al final del trayecto estuviera esperando la respuesta, por fin, de una vez, por completo. Una curva tras otra, desde lo alto hacia el filo del mar, aproximaba el destino. 50 minutos. Una hora. Sin paradas. Un núcleo urbano con un semáforo en ámbar, en una curva con escasa visibilidad. Medio frenazo.
Después de una hora, el terreno se volvió paralelo al nivel del mar. Se acabaron los precipicios y los laterales estaban construidos con playas de arena marrón. Algún paseante anciano recorría las orillas del asfalto.
No había nadie en la playa.
Una loma con un castillo anunció el destino a quince minutos de distancia.
Trece millones de canas van a salirme con esto.
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