La primera vez que hablé con una editora de carne y hueso (en 2013) pensé que me estaba vacilando. Seis meses, dijo, para terminar la novela. En esa actividad de festival literario le había presentado las primeras 20 páginas, resumen del argumento con la estructura de todos los capítulos y longitud estimada para el texto completo. Seis meses. ¿Los autores publicados escriben tan poco? pregunté con burla.
Recibí una mirada conmiserativa, igual que se miraría a una niña que pregunta cómo se sostiene la luna en el cielo o por qué se mueven las olas. También porque le había confesado que salí la noche anterior y no se asustara de mis ojeras. Me puse seria y pregunté de nuevo. ¿Los autores publicados escriben tan poco?
No obtuve respuesta. La editora pensó que quien estaba vacilando era yo.
Se me pusieron los ojos del revés, como en tantos otros momentos de esa charla. Pero lo preguntaba en serio. Esas 20 páginas las había escrito en día y medio. A un ritmo de trabajo bajo, en seis meses sería un proyecto de 540 páginas. 900 páginas, a un ritmo medio-alto. Sólo quería 200.
Seis meses después tenía mi primer libro sobre el escritorio. Otro libro completamente distinto al que presenté. En todo ese tiempo tuve dos trabajos temporales, ingresos de 0 euros al mes porque faltaba un único día cotizado para el paro, entrevistas fallidas, morirme del estrés, escribir 130 páginas en una semana, corregirlas, recortarlas y editarlas hasta el libro en papel que descansaba sobre mi mesa.
También me dio tiempo a sentir más soledad e incomprensión que nunca.
Con unas condiciones adecuadas, sin pasar hambre, la editora hubiera recibido un manuscrito de 900 páginas ya corregidas.
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