Infinite

La era del selfie

Mucho antes de que se expandiera el concepto de 'selfie', ya me hacía autofotos de manera muy compulsiva por motivos estéticos y emocionales. Costumbre que he mantenido con la evolución de mis medios técnicos -no sé cuántos megapíxeles en el móvil- y a pesar del tránsito a la generación selfie. No comparto, de todas formas, ni un 2% de la galería que atesoro. Ocasiones puntuales, como la fiebre reciente en mi Instagram que podéis ver ahí al lado en la columna, versión web del blog.

En esta generación del selfie todos lo piensan como objeto para compartir, su destino es ese lanzamiento público, ese salir lo mejor posible para que me digan lo bueno que estoy, jugando con los ángulos de cámara y luz correctos, como se aprende en clases de fotografía. Esa contaminación no me afecta porque sigo, como siempre, con el objetivo original, que es hacerlas para mí. El motivo estético sirve para atestiguar el crecimiento del pelo cuando lo he dejado de crecer, con la perspectiva desde fuera que no tengo manera de comprobar en los juegos inútiles de espejos en casa. Sirve para comprobar la realidad de un flequillo cortado recto o del maquillaje para determinada ocasión. Una capacidad que es preciso tener al día, porque la visión del espejo no es lo que se ve de ti, y si tienes asimetrías destacadas (como es mi caso: un remolino en un lado del flequillo, parece brujería que consiga llevarlo recto, o un párpado para acá y otro para allá y mils cosas más) hay que ir actualizando la correspondencia de cómo se hace en el espejo para dejarlo tal como debe estar y no raro.

El otro motivo es el emocional.  Me gusta robarme el alma, capturar la cara espontánea que pongo en determinado momento, día, situación, capturar la emoción exacta como galería recordatoria futura. Esa galería es la que pretendo conservar: saber cómo han ido evolucionando los pensamientos. Lo importante. 

Busco esta foto, superviviente de la debacle informática del disco duro. Corresponde a un momento parecido al de ahora, un periodo de pérdida de visión del entorno. Como ahora, me he cortado demasiado el pelo para un nuevo aire, un sentirse mejor repentino con uno mismo, esa magia que ansiamos al entrar en la peluquería o con el otro gesto típico de comprar algo de ropa nueva, pero el arrepentimiento llega como nunca antes. La sensación paradójica es tan extrema y novedosa -en más de 30 años la constante ha sido el cabello corto y muy corto, debería ser un regreso al espacio familiar de comodidad y no un desagradable pinchazo de niña débil- que pruebo a utilizar extensiones por primera vez, casi de pelo de muñeca china. Para igualar el tono, el día antes pongo en marcha otro experimento fallido: las raíces acaban rubias -sobresale por la cinta blanca- y las puntas oscuras. Sería menos estúpido si no me cruzara con el peinado de moda en todas las cabezas de la calle, una sí y la otra también, el opuesto matemático: puntas rubio pollo y raíces negras.

El desconcierto simbólico de los pelos que me cuelgan refleja el desconcierto de los hilos de neuronas por dentro. Acabo de sobrevivir a un febrero especialmente triste, 2013, en el que me ha aplastado el peso de 20 años (22 exactos) escribiendo pero con un resultado de paro laboral, falta de recursos y una carrera profesional idéntica a la de un caracol cojo. La única forma para salir de ahí -10 años escribiendo todos los días, 10 huyendo, dos con blog propio- era una nueva obra, pero esta vez... no terminarla como tantas otras sino buscar editorial futura.

Y poco a poco, aparte del festival literario aquel, un plan de mejora con un cambio de aspecto -mal- y un trabajo cualquiera -peor-.

Lo único de lo que me han llamado es otro mierda en la sublegalidad, tipo secta comercial pero con la cara lavada. Ese puerta a puerta, timbre a timbre, una labor tan anacrónica de hace un siglo. Y caigo en el remolino sectario, claro, caigo en la responsabilidad y el estrés. Acumulo cuatro días sin escribir nada, vencida por el cansancio de que no salgan las cifras en las puertas. Se me ha olvidado incluso que estoy en el proceso de terminar un libro. No he dormido mucho. En dos opciones de tres me acaban de comunicar que me rechazan, puestos de redactora/diseño/social media, y eso que reunía todas las características rebuscadas que pedían. Sólo me queda esta basura. El encargado nos impone un ritmo esa mañana de ir por la calle como en una maratón, subir y bajar corriendo los escalones y tocar timbres más aceleradamente que otros días. Porque hay que vender más, hay que molestar más.

Bajo a trompicones el último piso (el primero de ocho, orden inverso) del último edificio asignado, en todo el barrio apenas había nadie en su casa (todos fuera, trabajando, volverán a la hora de comer) y los pocos que han abierto no querían hacerse socios de ninguna ONG en ese momento. Estoy furiosa por el estrés, por la carrera que casi me parte un tobillo, furiosa por la misma furia porque me veo desde fuera corriendo en algo que no tiene sentido, con la sensación de autoestima inexistente, por qué no me voy si pagan tan mal y el objetivo era quitarme la ansiedad al escribir porque no es un trabajo real y necesitaba otra cosa de mientras. He perdido de vista el norte.

Con el corazón a mil por hora, toco el último timbre dispuesta a que no se escape quien sea, son las dos y media de la tarde, tengo hambre y la escalera ya olía a comida, quiero hacer al menos un socio y dejar el trabajo, si eso, al día siguiente, aunque la sensación de ser inútil del todo puede que me mate.

Abre un niño de 8 años (según me dijo después).

Abre el brillo en los ojos de un niño de 8 años. El rostro que me mira, sin embargo, el cuerpo entero, es de un anciano bajito de 80 años.

El corazón, que lo escuchaba retumbar a 140 en los oídos, pasa en un segundo a 60 pulsaciones o menos.

Es un niño de 8 años. Sé que las estadísticas dicen que tendrá difícil pasar de los 20 años. No sé por qué me viene ahora el dato estadístico, pero lo sé. Su corazón fallará antes de tiempo. El mismo corazón que estoy maltratando con un estrés absurdo, un ejercicio absurdo que no va a ninguna parte. Y yo preocupada por el color del pelo de muñeca. O por la vergüenza de pedir dinero a mis padres para llegar a fin de mes. Y este niño quizá no llegue a ver un papelito que ponga "licenciatura" firmado por Felipe VI porque su corazón se detendrá antes, agotado.

El niño que me ha abierto la puerta tiene progeria o síndrome de Hutchinson-Gilford. Lo he reconocido enseguida. Jamás pensé que vería a una persona de carne y hueso con ese síndrome, porque es una enfermedad rara. Pero lo tengo delante.

Lo de que el alma se te caiga a los pies es el vértigo físico que produce el repentino desaceleramiento del corazón, que un minuto antes bombeaba a toda pastilla. Se me cae el alma a los pies porque mis padecimientos son gilipolleces supinas frente a la vida que va a tener él. Suelto el discurso de rigor, que por qué he tocado al timbre, que a qué hora podría pasar para comentarle el tema de la asociación a sus padres, a ver si les interesa hacerse socios, y me despido.

Por el último tramo de escaleras que acaban en el portal se van cayendo lágrimas ardientes. De esas que no hace falta mover un músculo de la cara ni hacer un sólo gesto como de llorar, son un torrente inmenso que arde y va solo. Me siento en un escalón unos minutos a pensar en mi propia gilipollez y ceguera. Cuándo aprenderé. Qué ridículos estos problemas de autoestima y autodenigración, que acepto cualquier trabajo con tal de no sentirme inútil, que por el sentido moral de la responsabilidad y el trabajo bien hecho acabo soportando que me exploten impunemente, me hagan trabajar enferma sin derecho a baja o paguen menos de lo que dijeron en curros que no lo merecen. Sólo por mantener la negación radical de las capacidades que tengo, por considerar en el fondo que no sirvo para otra cosa y sólo me ofrecen mierdas. Qué gilipollez preocuparse por cosas que, sí, tenían fácil solución, o más, tenían solución. Qué sabré yo de lo que es una vida dura.

Tuve curiosidad por ver el aspecto de esas lágrimas ardientes desde fuera. Y guardar el momento para que no se me olvidara -o cuando se me olvidara, recordarlo- que poseo una gran facilidad para perder de vista el camino y lo importante.

Lo esencial es invisible a los ojos y soy muy miope, citaba mentalmente al apretar el botón.


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