Del 15M han pasado siete años y lo único claro es que entonces tenía morriña de un futuro que no iba a suceder. El mismo que ahora: sólo dispongo de la fecha que he decidido para mi muerte, 15M de 2052, y ni siquiera eso porque es 15 de marzo cuando pretendo morirme, después de la resaca de otro febrero estrepitoso.
A niveles racionales, la destrucción ha seguido cuesta abajo hasta encontrarme con sueldos tres veces inferiores a los de entonces. Qué gran fracaso ese concepto de la subida del precio del dinero a medida que la civilización avanza; quién tuviera ahora 1.200 al mes. Si haces la cuenta, incluso menos de un tercio: 299, a veces.
A niveles simbólicos, que son los únicos, en el fondo, a los que hago caso, el camino desde ese supuesto inicio revolucionario que se evaporó como un mosquito estival me ha catapultado al tipo de vida que siempre soñé y desarrollaba de adolescente (escribir, otras actividades artísticas y estudiar todo el rato), que se truncó en una pausa de vida formal y volvió a torcerse el mismo 15M cuando quedó claro que mi profesión se esfumaba y el periodismo era la ruina.
No se me ocurría dar clases, qué iba a saber yo de cámaras o edición de vídeo, aunque acabara de finalizar mi contrato en medios.
No se me ocurría subir vídeos a la plataforma Youtube, como referencia adjunta al cv para productoras.
No se me ocurría futuro al periodismo. Tardaría tres años en volver a una redacción.
Ni se me ocurría otra cosa que acidez y pena, angustia del pulso retumbando en las sienes, porque ese poemario nuevo escrito en mes y medio tenía que mandarlo a algún concurso más, a ver si ahora tenía sentido, porque qué iba a saber yo de escribir si en las dos décadas anteriores, nada.
El latido aún reciente del seguimiento de noticias, la noche en vela, las conexiones en directo, sólo pude verlo de lejos, ciudadana ajena por el ensimismamiento en su fracaso personal. De forma extraña, en el interludio de un paseo, ese 15M fotografié el árbol morado, hermano de raza del otro árbol, porque llamó mi atención sin saber por qué. El camino ha sido tan lento que el hilo de ese árbol me ha llevado al cataclismo 2017 y a responder, al 100%, las preguntas existenciales más duras que me han perseguido estos 38 años y medio.
En vez de avanzar hacia adelante, ese día marcó el inicio del retroceso hacia donde era mi vida.
El 15M de 2018 me levanté al amanecer con la liviana sensación de que escribir ya no me importa.
Soy eso.
No puedo ser otra cosa.
Ya no siento culpa por serlo.
No se me ocurría dar clases, qué iba a saber yo de cámaras o edición de vídeo, aunque acabara de finalizar mi contrato en medios.
No se me ocurría subir vídeos a la plataforma Youtube, como referencia adjunta al cv para productoras.
No se me ocurría futuro al periodismo. Tardaría tres años en volver a una redacción.
Ni se me ocurría otra cosa que acidez y pena, angustia del pulso retumbando en las sienes, porque ese poemario nuevo escrito en mes y medio tenía que mandarlo a algún concurso más, a ver si ahora tenía sentido, porque qué iba a saber yo de escribir si en las dos décadas anteriores, nada.
El latido aún reciente del seguimiento de noticias, la noche en vela, las conexiones en directo, sólo pude verlo de lejos, ciudadana ajena por el ensimismamiento en su fracaso personal. De forma extraña, en el interludio de un paseo, ese 15M fotografié el árbol morado, hermano de raza del otro árbol, porque llamó mi atención sin saber por qué. El camino ha sido tan lento que el hilo de ese árbol me ha llevado al cataclismo 2017 y a responder, al 100%, las preguntas existenciales más duras que me han perseguido estos 38 años y medio.
En vez de avanzar hacia adelante, ese día marcó el inicio del retroceso hacia donde era mi vida.
El 15M de 2018 me levanté al amanecer con la liviana sensación de que escribir ya no me importa.
Soy eso.
No puedo ser otra cosa.
Ya no siento culpa por serlo.
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