Por motivos diversos llevo semana y media rodeada de libros con olor a polvo, caca de ácaros y centenares de huellas húmedas, primero en un espacio pulcro y ordenado de compra-venta, después en otro acumulativo al filo del síndrome de Diógenes. En el segundo tuve que mirar, tocar y recolocar montañas que derrumbarían los nervios de un bibliotecario decente; revistas con tetas de los años 70 junto a libros escolares de cuando mis abuelos eran críos y Franco joven, seguidos portada contra lomo de una edición de La metamorfosis anoréxica (ejemplar más delgado que las libretas de 80 páginas que gasto como diarios) u otra edición cualquiera de Un mundo feliz, de Huxley, al lado de un ejemplar -modernísimo en comparación con las anotaciones a lápiz de caligrafía antigua- de los primeros cien de Errata Naturae.
Y en esa mezcla delirante, sin nombre propio -síndrome de Gutenberg, tenemos que inventarlo, cuando la acumulación de tantos libros y tantas lecturas y tantísimas posibilidades machaca las cuentas que pueden hacerse con los dedos de ambas manos- en ese torbellino, digo, se desvanece cualquier alboroto porque regresa la alegría calma de la infancia. Si es que alguna vez existió esa calma. El conglomerado de nombres imposibles de literatura supera, ya hace décadas, cualquier juego que pudiera salir de la mente Patricio Máquina de Títulos Enrevesados Pron. Es increíble que hayan publicado eso con ese nombre, pero ahí están, curiosa década de los 60 y los 70 del siglo XX.
La calma. La auténtica. Desde el otro lado no se miran los libros igual, pero el peso de saber cómo se empieza la primera hoja hasta el punto último de fin, las horas y las correcciones, se ha llenado de mugre estos años, con un peso inopinado e impropio, cuando para otras cosas el tiempo -y el sudor físico, y las lágrimas reales, y el dolor de estómago con antiácido en pastilla de colores- puede ser igual. Por ejemplo, en teatro: ¿qué hay más expositivo que el teatro, donde la herramienta no son tus palabras, sino tu propio cuerpo, tu respiración, tu voz? Y sin embargo, el desaliento no llega. Las horas de preparación para cualquier pieza teatral, el estudio de personajes, los ensayos y repeticiones, son ridículos en comparación a una convocatoria para la que sólo llegan un puñado de espectadores y las entradas vendidas no costean ni una centésima parte del trabajo. Pero el desaliento se aprende. Hace 20 años que lo aprendí, si aparece un espectador, aunque sea un espectador único, la función sigue adelante y se hace con el mismo ímpetu, energía y respeto que si fueran 100 espectadores. O 1000.
O para aprenderse una canción en el piano hasta que sangren los dedos, aunque su destino sea un concierto casero de navidad después del postre.
O para un cuadro.
Pero para escribir, el peso sobre los hombros. Injusto.
Rodearme de libros de centenares de desconocidos que no sobrevivieron al tiempo o de temas diversos, no necesariamente novelas o poemarios, borra ese peso que no tienen otras artes, esa característica que no comparto con ninguno de mis congéneres autores. Respirar no es un trabajo. Respirar no se puede planificar, la mayor parte del tiempo, a menos que hagas mindfulness en una hora reservada del día. Respirar es identidad. He pasado tantos años escribiendo como modo de vida, todos los días -un ratio aceptable de 8 obras en 10 años- sin que nadie creyera en mí que he aceptado el borrado de identidad. Hasta que la escritura brotó furiosa de nuevo, cada día, a todas horas, y la única perspectiva que da la madurez es un sentimiento de culpa abrumador porque esa actividad es antisupervivencia, porque no alimentas a tu familia ni a ti con ella, y tampoco va a sonar la flauta porque si no te puedes concentrar, no puedes hacerlo al nivel de siempre y ni flauta ni gaitas.
Las montañas acarosas y polvorientas restan gravedad a la culpa. Aligeran el peso, la discusión identitaria, las actividades para jóvenes escritores que proliferan en la tierra que me escupió y que hubiera necesitado dos décadas antes de la destrucción, no ahora.
Ha costado pero las heridas cicatrizan. Tanto como para volver anotando mentalmente los versos para un proyecto nuevo, el guion para el espectáculo-presentación de dicho proyecto, las páginas a cambiar en BeAM para añadir más datos y el inicio del tercer texto en discordia.
Aunque no haya motivos para que el peso se vuelva liviano, busco la locura con el ritmo productivo de siempre.
La calma. La auténtica. Desde el otro lado no se miran los libros igual, pero el peso de saber cómo se empieza la primera hoja hasta el punto último de fin, las horas y las correcciones, se ha llenado de mugre estos años, con un peso inopinado e impropio, cuando para otras cosas el tiempo -y el sudor físico, y las lágrimas reales, y el dolor de estómago con antiácido en pastilla de colores- puede ser igual. Por ejemplo, en teatro: ¿qué hay más expositivo que el teatro, donde la herramienta no son tus palabras, sino tu propio cuerpo, tu respiración, tu voz? Y sin embargo, el desaliento no llega. Las horas de preparación para cualquier pieza teatral, el estudio de personajes, los ensayos y repeticiones, son ridículos en comparación a una convocatoria para la que sólo llegan un puñado de espectadores y las entradas vendidas no costean ni una centésima parte del trabajo. Pero el desaliento se aprende. Hace 20 años que lo aprendí, si aparece un espectador, aunque sea un espectador único, la función sigue adelante y se hace con el mismo ímpetu, energía y respeto que si fueran 100 espectadores. O 1000.
O para aprenderse una canción en el piano hasta que sangren los dedos, aunque su destino sea un concierto casero de navidad después del postre.
O para un cuadro.
Pero para escribir, el peso sobre los hombros. Injusto.
Rodearme de libros de centenares de desconocidos que no sobrevivieron al tiempo o de temas diversos, no necesariamente novelas o poemarios, borra ese peso que no tienen otras artes, esa característica que no comparto con ninguno de mis congéneres autores. Respirar no es un trabajo. Respirar no se puede planificar, la mayor parte del tiempo, a menos que hagas mindfulness en una hora reservada del día. Respirar es identidad. He pasado tantos años escribiendo como modo de vida, todos los días -un ratio aceptable de 8 obras en 10 años- sin que nadie creyera en mí que he aceptado el borrado de identidad. Hasta que la escritura brotó furiosa de nuevo, cada día, a todas horas, y la única perspectiva que da la madurez es un sentimiento de culpa abrumador porque esa actividad es antisupervivencia, porque no alimentas a tu familia ni a ti con ella, y tampoco va a sonar la flauta porque si no te puedes concentrar, no puedes hacerlo al nivel de siempre y ni flauta ni gaitas.
Las montañas acarosas y polvorientas restan gravedad a la culpa. Aligeran el peso, la discusión identitaria, las actividades para jóvenes escritores que proliferan en la tierra que me escupió y que hubiera necesitado dos décadas antes de la destrucción, no ahora.
Ha costado pero las heridas cicatrizan. Tanto como para volver anotando mentalmente los versos para un proyecto nuevo, el guion para el espectáculo-presentación de dicho proyecto, las páginas a cambiar en BeAM para añadir más datos y el inicio del tercer texto en discordia.
Aunque no haya motivos para que el peso se vuelva liviano, busco la locura con el ritmo productivo de siempre.
¿No tendrás por ahí el Sartor Resartus de Thomas Carlyle? :-)
ResponderEliminarUf, daré otro repaso a ver qué encuentro. Quién sabe.
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