Infinite

Libros, libros, légamo


Pasó el Día del Libro: el día de firmar libros y venderlos, o venderlos firmados, el día de los stands móviles, horarios de infarto y la huelga de trabajadores de FNAC, aprovechad y mejor no compres, no vendas, no firmes ahí. Desde fuera, todo tan entrañable y salvaje al mismo tiempo.


Pasó el día, incómodo, con el desfile contradictorio: pues hace no muchos meses hubiera dado un brazo por el puesto vacante en librería, a 20 horas semanales, y donde fui rechazada por superar los 30 años. Y mira ahora, estoy en otro centro comercial vendiendo cosas, a 20 horas semanales, y me han contratado sólo porque tengo el mínimo exigido de 35 años recién cumplidos. Prejuicios y suposiciones de calado multinacional, en ambos casos; en el segundo se supone que me encargo de abastecer a la familia (porque debo -debería- tener un montón de niños y un marido a mi cuidado) y por eso entiendo de cocina. 

Más incomodidad. Procrastinación a la inversa, detener un montón de líneas.

O quizá es que la vida laboral de las otras promotoras repartidas por todas las Españas se resume en 10, 12, 15 años vendiendo en esa superficie a intervalos o en otras similares que ejecutaron EREs. Y que para no ser ni mal educada ni tan rara, acabo en el grupo espontáneo de Whatsapp donde se comenta la promoción.

Incómodo esto último en sí mismo para alguien que no se prodiga en el invento, con mensajes a todas horas, cualquier día, de cualquier cosa, faltas de ortografía impertinentes, simpáticas cadenas de si no lo reenvías a 20 contactos, se te caerá un ojo, o chistes (picantones, de maruja casada) formato imagen.

Y otro día. Y frenar.

¿Dónde está la incomodidad? 

Cada hora que paso de pie, con los ojos puestos en el infinito porque no hay clientes, es una hora que pierdo en no leer 50 páginas nuevas. Y en no escribir (unas cuantas páginas menos) pero no las escribo.

No, la incomodidad no es esa. Fue un chiste .jpg que no quiero repetir, unas risas gratuitas sobre el libro. Porque me dolió. Porque estáis muy lejos. Porque saltaron chispas y recordé.



Recordé:
La tarde de septiembre, aún verano, aún luz dorada. El autobús de línea por esa calle céntrica y el cartel de FARMACIA, la pareja de serpientes retorciéndose sobre una copa. Y la curiosidad insaciable, característica única que sirve de pegamento para todos los yoes pasados y posibles. 

—Mamá, ¿qué pone ahí?
—Farmacia.
—Sí, pero... ¿cómo lo pone?   

Código intrigante e irresistible, angustia de vacío, no se parecía a la sencillez de un semáforo rojo, ámbar o verde. ¿Cómo?   

Tranquila, que lo vas a saber este curso.

Con cuatro años y medio se hace caso ciegamente a los padres, todavía. Así que esperé, aunque estaba dispuesta a averiguarlo sola si no me lo enseñaban pronto.

Recordé:
El método Carlota Lesmes, la irritación con el resto de compañeros que leían en voz alta de manera titubeante. ¿No se dan cuenta de que así no hablan? ¿Que suena mal? La varicela y un libro enorme de editorial Susaeta, 365 cuentos para cada día del año. Fábulas con muchos animales, cigarras, gatos, caracoles. Leerlos en voz alta hasta quedarme con la garganta seca. "Hormi, la despistada" era siempre el primero en las lecturas de viva voz, la historia de una hormiga que siempre perdía sus zapatillas (!). La grabadora antigua.

Recordé:
Que recordé lo de las grabaciones y deduje que no podía leer tan bien como recordaba. Encontré las cintas una década después y todavía se podían usar. Sorpresa al oír algo parecido a cuentacuentos con voz infantil y no que los estuviera leyendo en voz alta.

Recordé:
Que nadie me dio palmaditas en la espalda por leer más o menos, la motivación venía de serie. Pero tampoco nadie me quitó nunca un libro de las manos.  Ni siquiera los horribles libros de facultad de mi padre, volúmenes el triple de extensos que El plantador de tabaco. En realidad, estos no, no los leía: miraba todas las fotos en blanco/negro, catálogo lleno de dolencias médicas asquerosas, gangrenas y supuraciones.

Recordé:
El carné de la biblioteca del colegio. Las escapadas a la biblioteca, cuando todavía existían las clases por la tarde. Era la única que iba, a devorar la serie completa de Tintín y la de Lucky Luke. Cuando la encargada no miraba o salía un momento para un recado, sacaba de las baldas los libros que no me correspondían por edad. La serie roja de El Barco de Vapor. El fabricante de lluvia

Recordé:
El abuelo dice esta niña lee mucho, esta niña lee mucho y se ríe.

Recordé:
Una charla privada, un domingo cualquiera de ir a almorzar. Aprovecha todo lo que puedas. Porque lo único que echaba en falta, en la vejez, era no haber podido estudiar más. Una guerra, mucha hambre y niños escarbando la tierra de los campos para separar piedras de patatas. Como ir al colegio así. Y los ojos como platos: niños que no podían ser niños o dedicarse nada más que a estudiar o a leer en la biblioteca. Por eso ahora leo todo lo que puedo. Y tú, aprovecha. Una estantería rara, diversa, un poco de todo. Hasta un pequeño diccionario Anaya verde, como el que utilizaba en clase. Los libros: palabras subrayadas con lápiz.

Recordé:
La libreta en el tercer cajón, con cuentas, anotaciones y alguna falta de ortografía. Y palabras, listados de palabras con esa caligrafía de molde del abuelo; algunas tenían la definición completa del diccionario. Me sorprendió la paciencia de un adulto para copiar del diccionario las palabras que no entendía, quizá para aprender el significado. Y un orgullo extraño, porque todas esas palabras y cultismos yo sí los sabía. Y se lo dije. En vez de una bronca por cotillear libretas escondidas, se rió.

Recordé:
Las tres jornadas -dos y media- sin clase para hacer una batería de tests pedagógicos. Para medir el nivel de lectura del alumnado. Para buscar problemas de dislexia u otros. Resultado de un percentil 99 en comprensión lectoescritora respecto al rango de mi edad. Es normal, es que esta niña lee mucho. 

Recordé:
Este año, por primera vez, visitaremos el pueblo. Pero, ¿existe? Si no hemos ido nunca. ¿Por qué ahora? Porque a tu abuelo se le ha antojado, de repente. El sitio de las batallitas existía. Huele a la fábrica de aceite de oliva, sólo a la entrada. Los muebles del trastero huelen a eso mismo. 

Recordé:
A mí que me incineren y me echen por las calles y los campos, una y otra vez. Cállate, hombre, que yuyu, no hables de eso, aún queda tiempo. 

Recordé: 
¿Y qué te enseñan ahora? Pues la profe de literatura nos pone de ejercicios escribir cuentos y poemas. ¿Y te gusta?  Sí, mucho. Creo que te hará falta una máquina de escribir. Y más adelante un ordenador, los ordenadores van a ser el futuro.

Recordé:
¿Pero cómo has gastado el cartucho de tinta, tan pronto? Con lo caros que son los recambios. Pero la máquina que me la regaló el abuelo será para usarla, ¿no?

Recordé:
El folleto de la caja de ahorros con un Premio de poesía. Por echar un vistazo. Es para mayores.  Piden 500 versos mínimo. ¿Un sólo poema de 500 versos? Acaba el curso y decido probar. Escribo sobre el mar.

Recordé:
Con las nuevas correcciones, la cuenta se queda en 480 versos y todavía quedan varios folios más para retocar. El rotulador me ha dejado una mancha en el índice izquierdo. Casi está terminado, hago un descanso. Suena el teléfono y lo cojo. Mi tía dice: avisa a tu padre, el abuelo se ha puesto malito. 

Recordé:
El servicio de ambulancias no está informatizado como ahora. El tramo nuevo de autovía, directo al hospital, tampoco está asfaltado. Ni siquiera en un plano. Me encierro en el cuarto y leo desde el principio lo corregido. Iba a estar listo para darle la sorpresa este domingo, en el almuerzo. Sé que nunca los verá. Lo sé, sin que nadie diga nada. Lloro con antelación. Infarto fulminante y versos corregidos a la misma hora de un 22 de julio.


Recordé:
Para qué una dedicatoria, si no hay tumba donde llevar el libro, sólo ceniza voladora. Y por escrito, otro 22 de julio: ya has visto, abuelo, un libro que no voy a tirar a la basura. El primero que leerá alguien más en 21 años. Pero favor, ayúdame.




Recordé 
y recuerdo
y me pregunto enfadada:
Qué coño hago entre estas cuatro paredes de almacén. Qué hago aquí, en medio de gente que se ríe de los libros, porque no les importan. Qué coño hago aquí.




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