Es la primera vez (y, por tanto, susceptible de anotar en los márgenes: primera vez) que quiero robar un libro. Llevármelo de su estantería, sin pagar, de un sitio -librería- donde no lo prestan -biblioteca- y hay que entregar dinero a cambio.
Apunto mentalmente primera vez en la esquina de la hoja porque esto no se origina en un proceloso deseo, ni en una querencia extrema por ese autor, por ese título, y ni siquiera sé lo que me voy a encontrar. Y tampoco es caro. Así que no lo entiendo. ¿Sólo un juego al desafío?
Porque ahí está, repentino. El típico autor muerto, clásico, me suena pero, algún día. El del principio ¡Oh capitán! ¡Mi capitán! que todos conocemos, porque lo hemos visto en la película El club de los poetas muertos, Walt Whitman, oh capitán.
Oscar Wilde se juntó con él, o al revés, o fueron amigos, o sólo conocidos (qué importa). Pero es un detalle para el futuro algún día. Meses atrás, volvió el recuerdo, lo justo para cotillear ociosa y encontrarse con la adorable fotografía de Wikipedia, el precursor hecho carne de Gandalf. Algún día será el momento de leer a Papá Gandalf.
Es la tercera vez que rodeo la estantería antes de ir al bar de los menús baratos. Abajo, tan abajo como para agacharse a ras de suelo, Papá Gandalf domina la portada en una foto en blanco y negro de tinte gris. Y esos ojos. Y me llevo el libro. Luego ando el pasillo en sentido contrario, coloco las 313 páginas en el sitio donde estaban, volveré al acabar la jornada. Y ando otra vez el pasillo, con las manos vacías.
Esos ojos me persiguen toda la tarde. No hay etiquetas magnéticas. Robarlo sería fácil. Esos ojos. Todo está en los ojos. Adrenalina, una burla al tipejo de seguridad, llévame... grita desde alguna parte. Y por qué.
Regreso a última hora y pido perdón porque estoy domesticada: lo he comprado. No hay bandas magnéticas ni seguridad de ninguna clase.
Para mirar al azar... entre lágrimas del hilo dorado,
de la emoción, del descanso.
Papá Gandalf es el padre del verso libre y navega entre puntos suspensivos. Y no lo sabía. Hasta hoy.
«... Madurez lectora, aval imprescindible para quien desee significarse en el ámbito de la creación literaria».
Qué gran mentira. Reviso por mil centésima vez la historia de Ruth Stone, contada a través de Elizabeth Gilbert (minuto 10:00 en adelante) y recuerdo la otra primera vez en que me atropelló un remolino, tanto como para hacerme correr a por mi libreta y bolígrafo, escondidos en casa. Tanto como para recordar, punto a punto suspensivo: 23 de marzo de 1993.
Apunto mentalmente primera vez en la esquina de la hoja porque esto no se origina en un proceloso deseo, ni en una querencia extrema por ese autor, por ese título, y ni siquiera sé lo que me voy a encontrar. Y tampoco es caro. Así que no lo entiendo. ¿Sólo un juego al desafío?
Porque ahí está, repentino. El típico autor muerto, clásico, me suena pero, algún día. El del principio ¡Oh capitán! ¡Mi capitán! que todos conocemos, porque lo hemos visto en la película El club de los poetas muertos, Walt Whitman, oh capitán.
Oscar Wilde se juntó con él, o al revés, o fueron amigos, o sólo conocidos (qué importa). Pero es un detalle para el futuro algún día. Meses atrás, volvió el recuerdo, lo justo para cotillear ociosa y encontrarse con la adorable fotografía de Wikipedia, el precursor hecho carne de Gandalf. Algún día será el momento de leer a Papá Gandalf.
Es la tercera vez que rodeo la estantería antes de ir al bar de los menús baratos. Abajo, tan abajo como para agacharse a ras de suelo, Papá Gandalf domina la portada en una foto en blanco y negro de tinte gris. Y esos ojos. Y me llevo el libro. Luego ando el pasillo en sentido contrario, coloco las 313 páginas en el sitio donde estaban, volveré al acabar la jornada. Y ando otra vez el pasillo, con las manos vacías.
Esos ojos me persiguen toda la tarde. No hay etiquetas magnéticas. Robarlo sería fácil. Esos ojos. Todo está en los ojos. Adrenalina, una burla al tipejo de seguridad, llévame... grita desde alguna parte. Y por qué.
Regreso a última hora y pido perdón porque estoy domesticada: lo he comprado. No hay bandas magnéticas ni seguridad de ninguna clase.
Para mirar al azar... entre lágrimas del hilo dorado,
de la emoción, del descanso.
Papá Gandalf es el padre del verso libre y navega entre puntos suspensivos. Y no lo sabía. Hasta hoy.
«... Madurez lectora, aval imprescindible para quien desee significarse en el ámbito de la creación literaria».
Qué gran mentira. Reviso por mil centésima vez la historia de Ruth Stone, contada a través de Elizabeth Gilbert (minuto 10:00 en adelante) y recuerdo la otra primera vez en que me atropelló un remolino, tanto como para hacerme correr a por mi libreta y bolígrafo, escondidos en casa. Tanto como para recordar, punto a punto suspensivo: 23 de marzo de 1993.
Róbame
Soy un espíritu libre
Llévame
No merecen que pagues, estás sudando para ellos.
Who is the Law? Who is the Law?
Son los ojos
son los ojos.
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