Infinite

El mundo de lo pequeño


A las siete menos cinco de la mañana la claridad es insultante. Las últimas voces de los borrachos nocturnos aún se escuchan en mi ventana, junto a los primeros rayos de sol en el tejado de enfrente. Estoy despierta, sin tabaco y el verano avanza implacable: hace una semana no había tanta claridad a estas horas. Eso inclina la acción de la búsqueda.


Salgo a la calle a por un bar abierto con máquina y sólo encuentro demasiada gente. Una pareja discute, con lágrimas de ella y respuestas etílicas de él; un trío critica con pasión a un cuarto individuo, que no está pero les ha jodido toda la noche; allá camina un chaval, de vuelta a casa, haciendo uves dobles por medio asfalto sin tráfico; y en la parada de autobús, otro hombre joven parece abandonado, con la cabeza colgando entre las piernas y un estómago que preferiría donar a otro en ese mismo instante.

Ningún sitio habitual estará abierto hasta las ocho de la mañana, me temo. Insisto en dar vueltas por si acaso aquel, que siempre... o el otro, de horarios extraños en fin de semana. Nada. El resultado es un saludable paseo con aire fresco y el sol en la cabeza. Cuando regreso a casa, una hora después, encuentro panaderías abiertas y el último reducto de bar con máquina, donde se atrincheran una veintena de manos alrededor de tazas de cafés. Todas esas manos con horario diurno recién salido de la cama, sin otro lugar donde ir.

Ya toca mi café, ya no hay noctámbulos perdidos y el sol incendia todo lo visible desde la ventana hasta llevarme a la confusión horaria: si no tuviera reloj, daría un minutaje de 11.30-12 de la mañana, en vez de 8 am.

Tengo que enfrentarme a otro hito numérico nunca superado en el blog, el ratio de 13 posts al mes, lejos del máximo de 11 conseguido hasta ahora. Toma seriedad este correr hacia adelante de la tontería diaria, artículo diario, porque es la vía de escape en el discurrir cotidiano. Qué poco se habla de las tareas diarias en las grandes historias, quizá porque se dan por sentadas, quizá porque siempre ha sido otro (otra) la encargada de fregar los platos y asustar a las pelusas mientras el artista se encierra voluntariamente entre cuatro paredes, sin hablar con nadie. O en lo fácil que sería una aventura estilo On the Road de Kerouac, si los bolsillos estuvieran llenos siempre. O en la mitificación del proceso de escritura de On the Road, algo que he hecho todas las veces con todas las obras escritas, otro modelo que anotar en el cuaderno de pues no estaban majaretas. Lástima que no sea una mujer.

En el marco cotidiano, me han dicho en el trabajo que trabaje menos, el colmo absoluto, el colmo de los colmos, el sistema con parálisis y babas. Aparecen pocos clientes en el establecimiento y me dirijo a todo el mundo para hablarles del cacharro que promociono. No se escapa nadie, entre otras cosas porque he vendido muy poco, porque a su vez aparece poca gente interesada a quien venderlo y descienden las probabilidades matemáticas. Así que hablo con todos. Los clientes no quieren eso que les muestro, pero a veces quieren otra cosa; y les sigo hablando, al menos para que compren esa otra cosa que también vende mi marca.

Según el responsable, debería hacerme la tonta, como si no supiera ya (hubiera aprendido, con lo sencillo que es) cuáles son esos otros cacharros disponibles, cómo funcionan, cuánto valen y cómo se desmontan. Que llame a otra vendedora oficial. No tiene sentido, porque yo sólo hablo: los cobros y comisiones corresponden a quien está contratado (contratada, todas vendedoras, todos los jefes hombres) para la función de pasar el lector por los códigos de barras. 

Es decir, que sea un pasmarote ahí plantado. Que finja ser idiota. Y no se dan cuenta de que no van a ningún sitio, de que las dependientas están acostumbradas a que vayan a buscarlas (dorados tiempos de gasto y burbuja) pero ahora no es así; siguen sin cambiar la perspectiva. 

Pienso en las desigualdades del capitalismo salvaje, en las diferencias de valor entre lo producido, el producto y la marca (incluso la marca personal). Pienso, por un lado, en ese día de mayor afluencia en el trabajo, donde la gente se gastó unos 300 por mi mano. Un total exacto de 305,90€, que la empresa facturó por mi insistencia. Imagino cómo sería un panorama de ganar eso cada día laborable, sólo en media jornada. O mejor, conseguir eso con totalidad de mi mano, manos, de ahí la obsesión porque el único negocio en el panorama futuro sea de "bisutería y complementos", creatividad aplicada y pagada y mi propia mano. 

Pienso también en unos artículos periodísticos que acompañan este café. Ahora están de moda esas marcas personales (firmas) de crónicas con rollo intimista/descriptivo, las que convierten a los protagonistas de la noticia en personajes completos de un relato o casi de novela. Rechinan los dientes porque se ensalza esa "marca de autor". Y no me avergüenzo, les deseo lo mejor; pero me duele, porque es mi estilo también, el del periodismo literario, o fue mi estilo cuando podía usarlo en prensa escrita, el motivo último por el que inicié Periodismo sin saber cómo se llamaba ese estilo, que además encontré reflejado en el profesor de Redacción, gustoso de ese estilo, gustoso de narrarnos más detalles en cualquier oportunidad sobre la estela de García Márquez, de glorsarnos su figura y prosa después de coincidir en persona allá en América.

Veo esa arbitrariedad en lo producido por mis manos, unos textos que valen poco más que cero, con horas de elaboración que valen lo mismo, cuando otros iguales de otras manos tienen su correspondiente rédito, económico supongo y de palmaditas en la espalda y del boca a boca y del oh, Autor; arbitrariedad singular en que no sé cómo traspasar una cosa a otra, en que por qué unos sí y otros no. 

Veo el amplio extrañamiento de fingir, durante tantos años, que no quiero hacer esto y que no, no da de comer (porque no da de comer) pero el resto de actividades, a veces, tampoco han dado para comer. Y cómo, en las matemáticas casuísticas y casuales, han encajado las piezas para que ahora no pueda evitar hacer lo que hago, un post al día lanzado al vacío, y una aritmética que insiste: hay que recuperar 6, era uno por día

Lo feo de lo pequeño, de lo cotidiano, es que no puedo evitar una actitud muy china, la de vivir para trabajar, viene por defecto en mi carácter. El resultado obtenido es contrario al que se supone, esto es, acabar más pobre y con más deudas. Y haciendo cosas (demasiadas horas) en que no soy yo, en que tengo que fingir idiotez, pasividad, falta de curiosidad, o lentitud de aprendizaje.


Amplio extrañamiento. Y soledad extrema. En el mundo pequeño de las compañeras, todo gira en torno a las ocurrencias de sus hijos, en agachar la cabeza al paso de sus jefes (todos hombres) y en los procesos de adelgazamiento-engorde. 

En el mundo pequeño social, todo gira en torno a cómo se compagina el trabajo de alta en la Seguridad Social con el trabajo en negro, no remunerado, del cuidado de los hijos. Y sin más ambición.

Esto último es una generalización ligerísima, claro. Una pura estadística, hay excepciones. Pero esas excepciones no tienen suficiente publicidad social; al menos, no puedo quitarme de encima esa sensación de huérfana, de falta de modelos (todas son más viejas, más lejanas, algunas muertas, de otro país). Quiero pensar a lo grande pero se señala, entre líneas no dichas en voz alta, que debería encerrarme en lo pequeño y callarme, en lo pequeño que significa lo doméstico y no airear cosas. Para qué querrías pelear en que tu marca personal vale exactamente lo mismo que otras, pelear en el por qué no. Por llevar la contraria.

Demasiado tarde. Intenté encajarme durante años, con esfuerzo sobrehumano, en esos moldes. Pero he fracasado.

Nunca estuve tan orgullosa de fracasar en algo.


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