Infinite

El ahora


Caminaba hacia otro sitio y con otras intenciones. Pero hay que saber verlo, o eso creo que he aprendido, cuando el detalle pasa volátil por delante. Aquí -un aquí geográfico de norte- no puedes dar por sentado ni las propias estaciones; por eso la urgencia de aprovechar una tarde cálida para un paseo. Dirección a otro sitio, no hacia esa cala pequeña y justo vacía, sola para mí, la cala, mi playa, nadie a la vista ya despatarrado o en chanclas.

Y se me antoja una foto, me acuerdo de una foto, quizá porque el móvil ya está fuera con los auriculares enganchados y porque estoy cuajando la breve orilla horizontal con mis pisadas sin calcetines. Derecha, izquierda, derecha, ni rastro, izquierda otra vez, círculo, borrado.

Ahora que intento capturar las marcas con las que guarreo la arena veo que no duran tanto. Es difícil la foto tal y como la quiero. 

Hasta que consigo una casi exacta a la imaginada -si obvio la curva en los pasos- que cambia en cuanto la reviso en pantalla: la nube tonta se ha movido y solazo. Desde el lateral me relamo con el agua hasta las rodillas, los vaqueros girados en las piernas y la música y el turquesa. Sorpresa todas las veces porque el mar es azul, azul marino, y he nacido y crecido junto a un mar verde, algunos días gris. 

Turquesa caribeño, o como se supone por otras fotos que es el Caribe, y transparente, y turquesa. Elijo no hacer otra foto, para qué, no se verá bien, aunque sea tan de postal la cosa. Subo lo música y bailoteo por lo transparente. El mar siempre me pilla con la ropa de calle, el agua helada de cojones, pero al rato no me importaría tirarme y sufrir ese dolor congelado en la base del cráneo, detrás de la orejas.

Como florecido de la arena, de repente hay un chaval vestido de neopreno al otro lado. Mira en mi dirección con extrañeza, qué hará esta en medio de la orilla, no es un viejo de carnes colganderas, con las piernas en el agua para la circulación; ni una surfista, ni una bañista, ni una paseadora de perrito. 

No le presto atención de manera muy atenta; sigo con la vista fija en la olas y escucho la música y me concentro en el segundo exacto en que se sumergirá en el agua -chapuzón derogado, baño por poderes- y quedaría bonita una foto de ese momento, pero tampoco quiero disparar. La forma de estar desconectada, el ahora sólo para mí. 

Es la marca de una época tecnológica distinta, ese estrés de no te pases haciendo fotos porque los carretes se acaban, porque vale mucho convertirlos en papel, porque es un rollo ir a la tienda de revelado. Ahora hay fotografías indiscriminadas por todas partes y la tarjeta de memoria siempre al límite de la extinción. Y porque hago fotos de sitios (y no de personas) y de los sitios que producen algo, alguna clase de impresión, no lugares porque sí. 

Hace mucho, en la época de los carretes, ya comprobé esa costumbre de hacer fotos extrañas. En el viaje de COU a Italia (tan típico) todos volvimos con dos o tres carretes de fotografías; en el papel, abundaba una sucesión de caras, grupos, y más caras. En mis dos carretes y medio abundaban los sitios, los detalles de los sitios, una paloma blanca en pleno acto excretal, en el centro mismo del Vaticano, y apenas unas pocas fotos grupales en las que también aparecía mi cara; para qué carajo quiero una foto mía en un sitio, si lo que me interesa es el sitio. O un detalle del sitio. Ya sé que he estado ahí, ¿quién se supone que hace la foto si no?

Pienso también en las cosas que se miden con la cantidad de fotos perdidas. Hay dos categorías fundamentales (una que es culpa de los instrumentos). Primero están las fotos que se hicieron para después desaparecer en la nada. Como las de aquel viaje, las de aquella noche, las de aquel hombro con hombro y la resaca. El disco duro se quemó sin copia de seguridad y, una vez chamuscado, acabó hecho trozos en un punto limpio. Irrecuperable.

Después están las fotos perdidas porque no se hicieron. Porque voluntariamente no se hicieron. Porque el ahora era tan fuerte que sobraba una fotografía que capturara ese ahora, el de aquel viaje, el de aquella noche, el de aquel hombro con hombro y sin resaca.

Y de esas fotos, en realidad, me sigo acordando más que de las otras.

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