Tenía 16 años y tanta energía como para andar por el cementerio y reírme de la cifra mil ocho. 1800. Qué viejos.
Sólo al segundo o tercer amor había podido dar un beso con lengua y todo. El primer amor había sido de carne y hueso, piel y mocos, y había negado en repetidas ocasiones mi invitación para comer en el Telepizza de su barrio. Después, dejó de hablarme.
Al del primer beso tuve que mentirle en los cálculos, para que creyera que iba a cumplir 16 y no 15, para que me permitiera besarle con las mejillas ruborizadas como nunca antes y nunca después han estado.
Un primer amor negado, un primer beso mentido, un primer polvo robado, porque tampoco fue real y tuve que pedirlo prestado. Siempre ocultos tras máscaras, fingirse otra cosa.
Cómo no pasear con tanta comodidad entre mármoles centenarios, bronces con distintos niveles de aceptación al paso del tiempo, y sentirse como en casa, piedra, herrumbre, moho; frialdad. Nada.
Los hombres quedaban tan ajenos, las mujeres quedaban tan ajenas, sólo la piedra blanca o gris o mármol rojo del Torcal o piedra veteada eran lo sólido; sólo el viento invisible entre cuadrado y cuadrado.
Tenía 16 años y tanta energía para malgastar corriendo entre losa y losa, recogiendo la soledad de unos y otros, y construyendo frases que nunca han visto la luz en una editorial; por eso tiré todos los libros que escribí. Por eso debería quemar todos los diarios escritos a pie de tumba. Por eso debería denunciar al poeta que copió unas líneas completas y las colocó en su libro, sin permiso, sin saber (sin reconocer) de dónde venían realmente. Una firma que reclama en nombre de otra firma que reclama en nombre del tiempo.
Debería.
Debería.
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