Estaba allí aquel poeta de nombre extraño, uno de esos nombres complicados que se escribe de una manera y se pronuncia de otra, el de la tilde invisible que es necesario haber oído antes.
Estaba allí aquel poeta, con un cigarrillo nuevo entre los labios. Incendió el filtro naranja y respiró la parte blanca.
— Qué. Fumo como quiero. No soy yo a quien buscas. Aquel.
— Qué. Fumo como quiero. No soy yo a quien buscas. Aquel.
A la vista de todos, siguió fumando al contrario. Hasta que el humo negro le hizo toser y estrujó el cigarrillo entre los dedos. Echó las virutas de tabaco, el filtro quemado y el mechero dentro de la taza de café, todavía a la mitad.
Estaba alli aquel otro poeta, con otro nombre más extraño aún. Intentaba enrollar un papel higiénico con tabaco entre dedos cadavéricos y azulados.
Con una lengua agrietada repasó el filo del papel. Giraron los diez dedos para ajustar el cigarro, que se deshizo de inmediato para chorrear virutas marrones por toda la mesa.
Estaba allí, también, en otra mesa, el tercer poeta. No hacía nada. Las manos apoyadas sobre el mantel, una con la palma hacia arriba y otra hacia abajo. En orden de tamaños y colores, se distribuía por el tablero una taza de café llena, una caja de cigarrillos, otra de cerillas, un mechero, un puro, una bolsa de tabaco de liar y tres montones de papel de fumar, de distintas calidades.
— ¿Qué?
— Preguntaba por usted.
— ¿Y qué?
— Para averiguar que...
— No sé nada. Encuentra la manera haciendo combinaciones con esta mesa.
— Pero hay un número infinito de combinaciones que...
— No es mi problema que la respuesta tienda a infinito.
No hay comentarios