Sed.
Vivir.
Uno escribe porque vive. Vive solo (y este sin tilde, sí) en una isla, vive consigo mismo y piensa consigo mismo, y en esa charla quiere que los demás participen de alguna manera. Es el último recurso contra la soledad, cuando las conversaciones son anodinas, o las expresiones no parecen indicar ninguna profundidad detrás de quien las dice, nadie parece compartir una elaboración similar ante los millones de detalles que se repiten durante el día humano.
Así que no existen los límites de la ficción por ninguna parte.
Esa charla autocontada puede ser, es, cualquier cosa. Una anécdota real de la que surja una historia imaginaria. Una anécdota real por sí misma. Un detalle simple, que es la excusa para crear un mundo entero que no existe fuera.
La métrica de la escritura es diferente a otras artes: hacen falta tiempo y espacio para desarrollarla en un sentido más bidireccional que otras; el receptor no es pasivo como en música, como en danza, como en pintura, como en teatro, no se sienta y recibe por los sentidos y luego siente. Necesita recibir por los sentidos y elaborar ese mundo en su cabeza, comérselo, digerirlo, recrearlo a su vez en imágenes. Participar.
Y cualquiera puede escribir un libro.
Cualquiera que sepa leer y escribir, puede fabricar un libro.
Pero no cualquiera es escritor, que es una condición chunga que se ejerce 24 horas al día, porque el cerebro funciona así.
Alguien con su horario establecido, el que reserva sus dos o tres o cuatro horas diarias para añadir páginas al libro que está haciendo, después de trabajar, o los fines de semana, después de sus otras ocupaciones, ese alguien sólo (ahora sí tilde) es alguien que escribe. Pero no escritor.
Porque nunca ha sentido la sed de la isla desierta.
(y lo divertido que es no ganarse la vida con eso y estar obligadA a hacer otras cosas)
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