Esto es lo que queda de ahora, hace un año. Lo que se ve y lo que no se ve. Se ve la mesa, por ejemplo, sin churretes pegajosos. No se ve la pantalla del ordenador, donde los archivos cuadruplican el número de libretas. Que no todo va a ser engordar el callo en el dedo del bolígrafo, hay que repartir el borrado de huellas digitales entre 10.
Se ve una arruga (que ya no es línea de expresión, sino arruga) en el lateral de la comisura de un labio (de uno más que de otro, por qué será) como un pequeño paréntesis. No se ve la cana en lo alto de la cabeza, la que descubrí hace justo un año cuando Amazon dio el OK a todo el proceso. Esa la arranqué, a ver qué pasaba. Sigo esperando que crezcan más, todavía. Y ni una se atreve.
Si me acuerdo del hace un año no es por aniversario celebratorio; antes, me he acordado de felicitar a todas las cármenes, porque en teoría la cosa fue ayer y empecé a escribir esta entrada ayer 16, hasta que salí a hacer unos recados... Las celebraciones marítimas que se intuían por las explosiones de petardos, el eco de la música, un sol sin interrupciones y encontrarme el selfie más espectacular de todos los tiempos, este de la cantante Amanda Palmer tras enviar el manuscrito corregido y terminado a su editor, este 16 de julio.
Que más o menos (un poco más) ocurrió así mi verano anterior, cuando llegué a desplazar una y otra vez la fecha de un viaje necesario hasta que se colocara un punto final.
Lo sorprendente es que ese hace un año no es ayer, no ha pasado rápido. El tiempo ha vuelto a ser lo que era, es decir, que parece como si hubiera transcurrido una década, el tiempo a la misma velocidad que siempre ha ido.
Se supone, tal y como ya empezaba a experimentar, que el tiempo transcurre cada vez más rápido a medida que envejeces. Que si el cerebro, las hormonas, que si falta de experiencias nuevas o nuevos aprendizajes.
No encuentro diferencias sustanciales para que este año se haya estirado al mismo nivel que los años de infancia o adolescencia. Comparado con los recientes he trabajado las mismas horas, he viajado lo mismo o menos, he leído lo mismo, no he estudiado nada. Tampoco he hecho deporte y fumo más.
Por qué, entonces.
Si ni siquiera voy por la mitad de la novela que iba tras ese ISBN, de tanto como ha ido cambiando la historia que ya ni se parece a sí misma (y las correspondientes centenares de veces para volver arriba, capítulo I, 1, hay que empezar otra distinta).
Lo que en apariencia es nada, porque no hay nada terminado, al mirar lo que hay sobre la mesa de repente se perfila como otra cosa. No me había fijado. Todas esas libretas (y los archivos) tienen en cada esquina la fecha anotada, como marca útil, a veces indispensable, para recordar algún detalle. Pero un porcentaje bajo, bajísimo, de todas esas páginas son realmente el diario que creía eran por las marcas de día · mes · año. No son diarios, son ideas. Ideas, una detrás de otra. Relatos, trozos de relatos, poemas, ideas de todo lo anterior. Ideas que no han supuesto sacrificio alguno, ni reserva de hora o montarse una agenda, ni ha habido falta de tiempo ni cansancio ni dejar otras cosas por hacer.
Sin darme cuenta, he vuelto a ser la que era. Y me horrorizo (creo que es un trauma ya de por vida) de esos casi 9 meses que estuve sin escribir por el trabajo en la tv, en ese otoño-invierno-primavera que duró menos que un pestañeo, donde los meses eran semanas y las semanas, horas y pasaron tres estaciones en el tiempo que tardo en alcanzar la esquina de la calle (30 segundos).
Y la furia. La furia que brotaba, que brota de vez en cuando (los domingos, ese día) por esta capacidad o actividad ingrata que (hoy por hoy, sin editor) no tiene utilidad alguna. Porque lo mínimo decente, para alguien que publique, es terminar sin esfuerzo 5-10 páginas diarias, así se esté hundiendo la tierra. O eso opino. Y parece que no lo hace nadie, que es muchísimo menos. La consiguiente furia de poder hacerlo así, pero que acabe encerrado todo en una montaña de espirales metálicas o grapas.
O no. La última furia es de hace dos domingos. Tal y como va el tiempo ahora, sucedió siglo y medio atrás. Y he tenido que estrenar una libreta nueva.
Se ve una arruga (que ya no es línea de expresión, sino arruga) en el lateral de la comisura de un labio (de uno más que de otro, por qué será) como un pequeño paréntesis. No se ve la cana en lo alto de la cabeza, la que descubrí hace justo un año cuando Amazon dio el OK a todo el proceso. Esa la arranqué, a ver qué pasaba. Sigo esperando que crezcan más, todavía. Y ni una se atreve.
Si me acuerdo del hace un año no es por aniversario celebratorio; antes, me he acordado de felicitar a todas las cármenes, porque en teoría la cosa fue ayer y empecé a escribir esta entrada ayer 16, hasta que salí a hacer unos recados... Las celebraciones marítimas que se intuían por las explosiones de petardos, el eco de la música, un sol sin interrupciones y encontrarme el selfie más espectacular de todos los tiempos, este de la cantante Amanda Palmer tras enviar el manuscrito corregido y terminado a su editor, este 16 de julio.
Que más o menos (un poco más) ocurrió así mi verano anterior, cuando llegué a desplazar una y otra vez la fecha de un viaje necesario hasta que se colocara un punto final.
Lo sorprendente es que ese hace un año no es ayer, no ha pasado rápido. El tiempo ha vuelto a ser lo que era, es decir, que parece como si hubiera transcurrido una década, el tiempo a la misma velocidad que siempre ha ido.
Se supone, tal y como ya empezaba a experimentar, que el tiempo transcurre cada vez más rápido a medida que envejeces. Que si el cerebro, las hormonas, que si falta de experiencias nuevas o nuevos aprendizajes.
No encuentro diferencias sustanciales para que este año se haya estirado al mismo nivel que los años de infancia o adolescencia. Comparado con los recientes he trabajado las mismas horas, he viajado lo mismo o menos, he leído lo mismo, no he estudiado nada. Tampoco he hecho deporte y fumo más.
Por qué, entonces.
Si ni siquiera voy por la mitad de la novela que iba tras ese ISBN, de tanto como ha ido cambiando la historia que ya ni se parece a sí misma (y las correspondientes centenares de veces para volver arriba, capítulo I, 1, hay que empezar otra distinta).
Lo que en apariencia es nada, porque no hay nada terminado, al mirar lo que hay sobre la mesa de repente se perfila como otra cosa. No me había fijado. Todas esas libretas (y los archivos) tienen en cada esquina la fecha anotada, como marca útil, a veces indispensable, para recordar algún detalle. Pero un porcentaje bajo, bajísimo, de todas esas páginas son realmente el diario que creía eran por las marcas de día · mes · año. No son diarios, son ideas. Ideas, una detrás de otra. Relatos, trozos de relatos, poemas, ideas de todo lo anterior. Ideas que no han supuesto sacrificio alguno, ni reserva de hora o montarse una agenda, ni ha habido falta de tiempo ni cansancio ni dejar otras cosas por hacer.
Sin darme cuenta, he vuelto a ser la que era. Y me horrorizo (creo que es un trauma ya de por vida) de esos casi 9 meses que estuve sin escribir por el trabajo en la tv, en ese otoño-invierno-primavera que duró menos que un pestañeo, donde los meses eran semanas y las semanas, horas y pasaron tres estaciones en el tiempo que tardo en alcanzar la esquina de la calle (30 segundos).
Y la furia. La furia que brotaba, que brota de vez en cuando (los domingos, ese día) por esta capacidad o actividad ingrata que (hoy por hoy, sin editor) no tiene utilidad alguna. Porque lo mínimo decente, para alguien que publique, es terminar sin esfuerzo 5-10 páginas diarias, así se esté hundiendo la tierra. O eso opino. Y parece que no lo hace nadie, que es muchísimo menos. La consiguiente furia de poder hacerlo así, pero que acabe encerrado todo en una montaña de espirales metálicas o grapas.
O no. La última furia es de hace dos domingos. Tal y como va el tiempo ahora, sucedió siglo y medio atrás. Y he tenido que estrenar una libreta nueva.
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