Infinite

Redes elegidas y la soledad infinita


El primer estado oficial que publiqué en Facebook se remonta a 2010, y ya era una queja irónica sobre el final de la serie "Lost". Mientras todos se volvían locos con la retransmisión en directo -horario norteamericano- del último capítulo, los problemas técnicos de la emisión simultánea y el no cierre de varios detalles de la trama, mi noche en vela la dediqué a pelearme con la incomodidad visual que me provocaba -y me sigue provocando- ese tono exacto de azul web.

Ya conocía Facebook de sobra. Desde el principio fue herramienta laboral para anunciar la subida de noticias y/o vídeos de un medio de comunicación. Y herramienta comercial para las novedades de un catálogo modesto, en ese otro invento donde vendía pulseras de hippy y pendientes hechos de barro, bautizada HandCraft Natural.

Y entonces, decidí probar lo que todo el mundo, la supuesta idea original con la que Zuckerberg ha vendido la moto: una cuenta personal. Con nombres y apellidos. Y ahí empezaron los horrores.

El primer estado daba testimonio de mi fracaso generacional, o de mi salto generacional definitivo a 2.0. Lost fue anunciada como el gran éxito audiovisual traído desde otro lado del Atlántico, con un estreno que me tragué de buena gana, un planteamiento típico en el que todos podían estar muertos pero también se podía estirar y estirar hasta el infinito de varias temporadas. 

No hubo posibilidad de mantener la cita semanal con el mando a distancia. Los sobrehorarios laborales de ese período provocaron tal nivel de agotamiento y olvido que pillaba los capítulos empezados, o a punto de terminar. Abandoné. Aunque me hubiera gustado, no pude engancharme ni quise buscarla a posteriori por Internet.


Ahí aterricé, con un perfil más bien blanco de "periodista", por decir algo. No terminé de rellenar detalles excesivamentes concretos de filias-gustos-fobias. Es uno de los motivos por los que me incomoda la dichosa plataforma: datos sociológicos... ¿gratis? Colaboraba en ese momento con una empresa de estudios de mercado y unos réditos materiales y también subjetivos. A medida que rellenaba encuestas conseguía puntos, canjeables por regalos chorradas domésticas. Y el placer subjetivo de gastar tiempo en una tarea que recordaba a exámenes. Hubo una tanda referida a supermercados, sin mencionar qué marca exacta era. Cuando finalizó, una de las empresas sobre la que preguntaban lanzó una campaña publicitaria con una serie de ideas concretas que aparecían en esas encuestas. 

Es la única vez que he sentido poder de decisión como ciudadana, aunque sea como consumidora anónima, como una cifra de un informe estadístico de marketing. 

La única. 

Por tanto, todos esos datos de ayuda sociológica para el márketing y la publicidad, ¿en manos de uno -Zuckerberg-? ¿venderlas al mejor postor, sin recibir nada a cambio? ¿disimulado todo con una supuesta capa inocente, como forma de mantenerse en contacto con...? (nadie, en realidad).



Empecé el recorrido inverso vital, añadir toda la gente de carne y hueso de reciente a más lejana: compañeros de trabajo, compañeros de clase, profesores, etcétera. Después, compañeros de EGB. Ex parejas de jovencita (o al menos, el intento de encontrarlos; ninguno me habla). Un alto porcentaje, claro, de periodistas, comunicólogos o similar, porcentaje alto también de vocación, por lo que no resultaba nada extraño una narración cotidiana por escrito del diario personal, como quien da las noticias. ¿Y para la gente cuya profesión es otra?

Pero no todos. 


El horror de las contradicciones. 

Aquel compañero de inteligencia tirando a baja, o mal estudiante por pereza, aspirante a inútil, nos regala sus datos y reportajes de su vida en un casoplón con jardín, esposa, perro y niño rubio, idílico. Se gana la vida mejor que tú y que yo con su inteligencia limitada.

Aquel compañero que probó suerte como dealer de poca monta, tanta era su afición a los porros que quiso venderlos y tener un negocio propio; ahora es el subdirector adjunto de un negocio, un bufete de abogados asociado al apellido de su familia.

Aquella compañera interesada en la amplitud de miras, en el desarrollo individual y espiritual de la persona humana, lecturas o charlas sobre meditación, tan guapa en su fiesta de boda con 200 invitados y preceptivo traje blanco, frente a un altar famoso de un famoso templo. Una ceremonia bajo el mismo paraguas cristiano católico que siempre decía no serle suficiente. Y, sin embargo, nunca ha salido de él.


Cuántos ejemplos más de gente que se ha perdido por el camino. Se supone que es el escaparate bonito de las cosas, y aún con la pátina del disfrute se contradicen con lo que fueron. Con lo que dijeron que fueron. 

Por eso mi fatuo empeño de la resistencia en poner estados horribles, fotos nunca personales de mi careto, o pasar a fotos personales sin peinar, recién operada de la muela del juicio con la sangre todavía en la comisura del labio, recién levantada, contar que escribía sentada en el baño y cagando, smartphone mediante, y además era verdad.

Twitter, la red de mis ojos, el gran patio de vecinas que comen pipas sentadas a la puerta y charlan de todo, ha seguido un camino diferente. Quizá más escandoloso o abierto, a fin de cuentas esa es la gracia, hablar para la nada en general, no para un listado de un exclusión (como puede hacerse en casa de Mark), hablar y que a veces absolutamente nadie escuche (como en la vida real).

Con todo, confieso mi completo fracaso en los intentos de community manager de mí misma. No puedo evitar la contra-resistencia desde las tripas, no tengo marca personal que potenciar ni conseguir (es un espejismo del neopensamiento positivo, no he conseguido jamás trabajo gracias a las redes, aunque parezca tan sencillo).

A fin de cuentas, no existe tanta distancia entre las redes sociales virtuales y las de carne y hueso. Toda esa gente alrededor ya estaba ahí, no fue elegida, eran los compañeros asignados de clase, los amigos de los amigos de clase, los primos de los amigos de clase. Se tarda más tiempo en analizar todas las variables, o decidir si la afinidad (nunca total) pesa más que las divergencias personales.

Antes había que esperar muchas excursiones y borracheras y máscaras para descubrir una divergencia insoslayable. 

Antes era más complicado. Más lento.
Y peor.

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