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El niño de la playa y las redes sociales

Las redes sociales permiten hoy que cualquier ciudadano sufra los embates de un periodista. Chocar de frente con las pruebas documentales del horror sobre el planeta; acceso a testimonios, a vídeos, a fotografías, al sonido mismo de cómo están las cosas, incluso a la retransmisión en tiempo real. Un periodista tiene que digerir todo eso, por el trabajo de otros compañeros o directamente sus ojos en el sitio, con una digestión que no termina nunca. Porque hay muchas más cosas de las que terminan por salir con difusión máxima.

Quizá un cirujano sí se acabe acostumbrando a las tripas, pero un periodista no; es parte de su trabajo, de hecho, el no acostumbrarse y tener siempre la mirada de niño sobre las cosas, la sorpresa, la indigestión

Y seguir viviendo con ello. Volver al centro comercial, con estanterías kilométricas rebosantes de comida, incluso de comida para mascotas, incluso de paquetes gourmet para gatos. Un chef que inventa recetas para que se las coma un gato, tócate las pelotas. Ahí al lado, personas para las que esa ración empaquetada supondría la diferencia entre vivir un día más o no.

Pero la plena conciencia es el trabajo periodístico, igual que otras profesiones también son un desfile de aberraciones. Y aunque nunca finalice esa digestión, lo único posible es tener presente que el ser humano es una especie agresiva, violenta, cruel y territorial, pero también con unos niveles de empatía capaces de llegar a la veneración de sus individuos muertos. Es una pura contradicción, en resumen. Una mezcla espantosa, a la que se añaden centenares de variantes múltiples con las diferencias de sistemas, culturas, dirigentes con asias de poder e historia a las espaldas.

Entonces llega el ciudadano corriente. Puede que ya haya escuchado ese runrún de los inmigrantes en las costas de Europa. Quizá nunca le hayan interesado, no tiene por qué interesarle, están muy lejos, pero son las noticias de final del verano. Puede que ese ciudadano, en alguna ocasión, haya dicho con los amigos en el bar los inmigrantes vienen a quitarnos el trabajo y ese tipo de cosas. O quizá sólo es un joven perdiendo el tiempo en las redes hasta que empiece el curso escolar, mientras espera a que su youtuber favorito suba nuevo vídeo. 

Y de repente, la foto.
Aylan.

Una foto blanca, limpia. Blanquísima y sencilla. Porque en esta foto no hay ni una gota de sangre chorrreando. Porque no hay un sólo jirón de ropa, está completa, zapatitos incluidos. Porque no hay nada derruido alrededor, ni advertencias en grande de que "puede herir su sensibilidad".

Es tan blanca que produce un impacto mayor que cualquiera de esas otras imágenes a disposición de cualquiera que busque, o vídeos, se me ocurren imágenes de Ucrania por ejemplo, con cadáveres hechos trizas y cabezas recién desgajadas como resultado de lanzar un obús sobre un tanque.

Y todas esas personas, que para eso están las redes sociales, no pueden hacer otra cosa que quejarse en voz alta como buenamente pueden. El horror visceral de la primera impresión.

Así que la foto se repite. Y se repite. Y se vuelve viral. Y se repiten tomas diferentes de la misma orilla en la misma playa, y se vuelve a repetir la secuencia. Y se indigna más gente, que la ve por primera vez  y la repite a su vez para los contactos con su pequeño aporte de indignación.

Se repite y pasa el día entero.

Y surge el debate ético-periodístico de foto sí, foto no. El debate subsidiario de qué mierda es esa de discutir por una foto y hacerla viral, cuando lo importante es otra cosa. El debate de a cuento de qué rasgarse tanta vestidura por una foto escabrosa, un niño muerto, sí, si antes no le prestaban atención al asunto de otros tantos niños o adultos que mueren igual, qué hipocresía es esa. O del uso o mal uso de algunos periódicos para explotar la foto en toda su simplicidad.

Mi conciencia chirría porque es un tema conocido y, a pesar de todo, no está tranquila. Hace un par de años trabajé como captadora de socios para una ONG internacional centrada en los refugiados, precisamente. Sí, esa gente tan plasta que, carpeta en mano, interrumpe a desconocidos por las calles de muchas ciudades españolas. Hay miles de refugiados en sitios que no sabrías colocar en un mapamundi ni con Google abierto, porque son lugares, gentes y problemas que no afectan a los intereses del mundo occidental. Pero ahí siguen. Centenares de sitios.

Y una vez terminado mi contrato, pago las cuotas como socia porque me da la gana. Y no por eso me siento tranquilamente en mi sofá, no por eso mi conciencia está bien. No por eso el cadáver de Aylan es menos, si no más, porque sólo queda la rabia de que hay que poner tiritas y parches mientras llegan grandes resoluciones urgentes en la agenda post-vacacional. Y ni por abrir mi casa a quien lo necesite, si pudiera ser, tampoco va a desaparecer la rabia.

Aquí no importa esa tontería de si lo conocías o no lo conocías de antes, o si eres un hipócrita porque has tenido que ver un niño muerto para enterarte de algo. Esto no son artistas megafamosos ni fans culturetas que reclamen "pues yo lo seguía cuando no era nadie"; son personas de carne y hueso. 

¿Es un horror? Sí. Pero es el horror del mundo.


#YoSoyRefugiado
#AylanKurdi
#RefugiadosBienvenidos

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