Los grandes eventos astronómicos observables a simple vista son un imán para mi curiosidad. Y esta noche las nubes han desaparecido. Aunque no recordara la cita, en el ventanal más grande de toda la casa sólo hay superluna: frontal, gorda, silenciosa.
Una luz tan potente que es más blanca que plateada, esa luz inalcanzable para cualquier dispositivo que tengo (cámaras con muchos píxeles pero sin control de exposición, etc.) y mejor así, soledad de grado dos o soledad íntima: la que no puede compartirse por ningún medio audiovisual. En el entorno actual, la soledad de grado uno es aquella que puede compartirse en directo (un tuit, una foto en Instagram, viva la tecnología que quita trabajo a los psicólogos); la soledad de grado dos es aquella que no deja rastro o que mejor contarla en diferido, otro día, a otra hora, y disfrutarla a secas en presente.
Tumbada en el suelo alcolchado tomo la luna, esa luz blanca, en la vertical matemática de mi campo de visión. Apenas una leve deformación por abajo, el rojo completo tardará casi dos horas en llegar y aquí lo espero en primera fila. Sueño con una luz roja cálida, perfumada de playa y Caribe, con lunas gigantes que empiezan a tostar la piel, y abro los ojos para sorprenderme con el sol quemándome las células como si fuera agosto y no casi octubre.
Algo hay de tenebroso en esa pérdida espectral de una luz rojiza envolviéndome mientras dormitaba. También flota un olor a mar, inexistente, rémora de las imágenes del sueño; el impulso de correr hacia la orilla, aprovechando que trabajo en horario de tarde, en el que pueda ser el última día de buen tiempo antes del otoño en toda su extensión. Y las mareas, algo que me dice que el eclipse habrá hecho algo raro en las mareas.
Tumbada en el suelo alcolchado tomo la luna, esa luz blanca, en la vertical matemática de mi campo de visión. Apenas una leve deformación por abajo, el rojo completo tardará casi dos horas en llegar y aquí lo espero en primera fila. Sueño con una luz roja cálida, perfumada de playa y Caribe, con lunas gigantes que empiezan a tostar la piel, y abro los ojos para sorprenderme con el sol quemándome las células como si fuera agosto y no casi octubre.
Algo hay de tenebroso en esa pérdida espectral de una luz rojiza envolviéndome mientras dormitaba. También flota un olor a mar, inexistente, rémora de las imágenes del sueño; el impulso de correr hacia la orilla, aprovechando que trabajo en horario de tarde, en el que pueda ser el última día de buen tiempo antes del otoño en toda su extensión. Y las mareas, algo que me dice que el eclipse habrá hecho algo raro en las mareas.
Porque en el Mediterráneo que
conozco las mareas no existen, apenas medio metro de diferencia, un metro, no mucho más. En la bahía de Coruña son
desvíos de agua de hasta 10 metros. ¿Veinte? Muchos. Y las rocas en la
orilla, ahora al descubierto, forman islotes pétreos y un montón de nuevas playas favoritas, esas que los turistas ni se imaginan que están ahí.
Acampo en una de ellas, todavía con el calor por todo el cuerpo. Demasiado tiempo hace desde que me sumerjo y buceo, entre los peces de la orilla. Tengo que intentarlo a pesar del agua congelada. Las algas se me enredan en el tobillo y entre los dedos de una mano, es menos salada o menos densa, no sabría describir la diferencia química que tiene un mar de otro, pero este no deja las motas blancas de sal sobre los pelillos de los brazos. Y una vez más (hace tanto tiempo) me sorprendo como la primera vez, la espuma poderosa es cosa de las rocas afiladas que cortan el agua y no de una corriente que te arrastre lejos de la orilla como el espantoso poniente del Estrecho.
Tener litros de agua por encima de mi cabeza hace que la mente se despeje y respire.
Las ideas vuelven a fluir como la corriente.
Tener litros de agua por encima de mi cabeza hace que la mente se despeje y respire.
Las ideas vuelven a fluir como la corriente.
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