Llevo el móvil en la mano pero me da pereza usar el botón de foto. Trotando al ritmo de la música me aproximo a los menhires con la luz preciosa, el cielo sin una nube, verde fosforescente en los pies con alguna margarita salvaje en su sitio correcto.
Perfecto para una foto. Pero estoy más entretenida andando-danzando, con los pies descalzos sobre la hierba y la música-vídeo de ahí abajo (↓↓↓) con la india emplumada. Coincide que nadie se aproxima por los caminos, ni ciclistas, paseantes de perros, caminantes, runners o turistas. Sé perfectamente que la loma se ve desde lejos, con toda claridad. Aún así, no puedo evitar la inercia de recorrer los menhires haciendo espirales, de uno a otro, mirando por las ventanas centrales de algunos, rozando otros. Desde lejos, imagino, la estampa rarísima de alguien circunvalando las piedras con las chanclas en la mano y una larga falda naranja, en un extraño paseo druídico de piedra a piedra.
Con la propia inercia, cuando ya los he recorrido todos de manera espontánea, veo de frente la dirección monte a través que ya seguía en dirección a la playa.
A la vuelta hay una pareja de turistas poniéndole caras a un aparato negro, una cámara de vídeo-fotos con una visor. Los menhires quedan varios metros a sus espaldas. Uno extiende el brazo y ambos ponen muecas graciosas y absurdas, esas caras de selfie. Vuelven a repetir la toma, uno de ellos se aleja, levanta un brazo y una pierna al aire, hace otra mueca de una gran sonrisa, el que lleva la cámara inclina la cabeza y saca la lengua al visor.
Se acercan a revisar la instantánea y quedan satisfechos de lo que haya salido. Por el encuadre, imagino que en la foto se producirá el efecto óptico y graciosete de que el segundo está apoyado sobre las piedras del fondo. Apagan y se van.
Los he visto llegar, hacerse fotos y marcharse por el camino.
Ninguno de la pareja se ha acercado ni medio metro a observar el horizonte por los cuadrados-ventana de los menhires. Ni muchísimo menos, tocarlos.
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