"Tensor" Pedro López |
1.
Los sueños como actividad onírica están olvidados. No se habla mucho de ellos últimamente. Alguien debería haberme contado antes, por ejemplo, cómo mutan con la edad y la reubicación/muerte de neuronas. Como simple curiosidad.
En los primeros años de vida eran un mundo fascinante por descubrir, cada vez algo distinto. Noches en que se sabía que habían estado, pero no recordaba nada. Noches en que la película era extensa, con un argumento que sonaba ridículo al narrarlo pero al verlo como espectadora había resultado genial. Y otros sueños que apenas se diferenciaban de la realidad: imágenes vívidas, tacto, gusto, olfato, gravedad. Sueños lúcidos.
Imagino la sorpresa de los antiguos, esos de hoguera, cueva y caza, al despertarse tras una noche así. Aquellos tiempos sin tomografías, electroencefalogramas ni contraste, seguro que fueron espectaculares. El advenimiento posterior de las castas gobernantes en las primeras civilizaciones, además, lo imagino vinculado a esas facultades: un puñado de listos que se atribuyeron como exclusivo ese patrimonio, se erigieron en portadores de una condición "especial" que los justificaba/validaba frente a los nuevos "súbditos". Un puñado de locos.
Al crecer, la curiosidad exploratoria me llevó a los sueños lúcidos. Están sobrevalorados al extremo. Pueden tener interés, las primeras veces, para follarte a ese actor que es el hombre más sexy del mundo, hacer el amor con ese chico del que estás enamorada en secreto, e incluso para ir donde dios a preguntarle ¿quién eres? ¿dónde estás? ¿a qué te dedicas?. Pero después no compensa el esfuerzo, te levantas con el cuerpo apaleado como si no hubieras dormido (que no, no has dormido bien) y con más preguntas que respuestas.
Después, llegados a la madurez joven, adolescencia tardía o como sea que se clasifique ahora, con el ritmo sostenido de estrés, mala dieta, estrés, falta de descanso y estrés, los sueños se vuelven terribles. Siempre ahí, sin lagunas, en dos versiones. La fugaz, donde apenas recuerdas nada, desde un frame hasta un par de segundos de una escena perdida. Y la versión completa, con su principio, desarrollo y final, y además lúcido. Ninguna opción intermedia.
De esta manera, es imposible descansar.
Las anomalías en los sueños han sido objeto de estudio e interpretación. Interpretación de los sueños, un arte más antiguo que los propios sueños. Los sueños anómalos tienen un nombre propio: pesadillas. Y sí, han aparecido de vez en cuando. Supongo que no he podido soñar pesadillas normales, de andar desnuda, ir a un examen y no tener ni idea, o cosas así. Tal vez sea por el cine de ciencia ficción, el caso es que las pesadillas experimentadas tenían una grandiosidad exuberante: tsunamis de 100 metros, explosiones nucleares (con onda expansiva) o terremotos que, según los informativos oníricos, alcanzaban los 25 grados en la escala de Richter.
Mi primer sueño anómalo, que al final me hizo reír, fue la erupción volcánica de un monte cercano, que empezó a arrasar todo estilo Pompeya. Bastante imposible porque la montaña en cuestión no era ni de lejos un volcán, aunque por si acaso fui a preguntarle al profesor.
Otra anomalía fueron los 'sueños pantalla'. Los bauticé yo misma porque no encontré referencias en ninguna parte sobre el tema. Empezaron a suceder cuando las hormonas femeninas habían explotado inundando mi torrente sanguíneo. Quizás fue en el momento en que todas las células del cuerpo se acostumbraron al nuevo nivel hormonal. No sé.
El caso es que se repetían de forma llamativa, aunque muy de vez en cuando. Hacían falta una serie de circunstancias previas, como cansancio acumulado, aburrimiento. De repente, en el lapso que tienes la mente en blanco divagando sobre nada en particular, mi cabeza se inundaba con una imagen. Era tan potente que la imagen no sólo la veía dentro, sino enfrente. Por encima de lo que mis ojos percibían, como una pantalla translúcida superpuesta. Daba un ligero mareo, el que precede a cuando vas a desmayarte (eso lo averigüé años más tarde). La imagen era fugaz, pero lo que daba "mareo" era la percepción consciente de que la escena, aún inconexa y al azar, pertenecía a un sueño que había tenido previamente durante la noche, en algún momento del pasado. Un dèja-vú onírico.
Pero estando despierta.
Sí, los 'sueños pantalla' ocurrían de día, con los ojos abiertos.
No averigüé gran cosa sobre lo que eran. Tampoco pregunté demasiado, sólo me aterroricé con la posibilidad de que fueran el inicio de algún tipo de esquizofrenia, y eso con 12 años no mola nada. Pero no interferían la vida cotidiana ni pasaba a menudo. A los pocos meses se esfumaron. Es lo único de carácter "repetitivo idéntico" que he experimentado.
3.
Me siento de golpe en la cama, respirando de manera acelerada y sibilante hiiiihaaaa hiiiihaaaa que me ahogo. La boca sabe aún al tabaco del sueño, por si acaso alargo la mano y ya está encendido un cigarrillo de verdad. No hay cenicero en la mesita de noche, pero me da igual. Estoy pegajosa por el sudor. Miro el cuarto que me rodea como si lo viera por primera vez, sin verlo, soy una estatua con humo entre los dedos.
El sueño se ha repetido por cuarta vez. Apenas tres segundos. Cinco, como mucho. Fugaz. Y eso no está bien. Nunca me había pasado que algo repitiera tanto. Jamás. Nunca. Ni de las cosas más importantes. Entonces esto ¿por qué?
En el sueño es de noche, y estoy en la calle, mirando hacia la puerta de una sala. Me he escabullido de la cena para fumar, como hago siempre en las cenas de empresa, de negocios o con familiares que no quieren sus cortinas con olor a humo. Saboreo el momento de encender el pitillo mientras observo ociosa la puerta, por la que se divisan unos cuantos escalones.
Entonces recuerdo que estoy participando en un acto social, una cena de gala de esas con mesas redondas tipo banquete y comida abundante de nombre imposible. De hecho, recuerdo que voy vestida acorde, con un traje largo que parece sofisticado.
Los escalones deben conectar la planta de arriba (el wáter) con la de abajo (la gran sala de la cena). Se oye un poco de escándalo humano. Baja entonces S. (escritor) también acorde, con chaqueta o algo pijo por el estilo, y hace un gesto de saludo. ¡Weeeh! y yo le respondo el gesto también, sonriendo y feliz, como si lo conociera de toda la vida, sorprendida de verle con esas pintas tan serias. En algunas versiones, es un tipo que reconozco como mi editor, que pasa por allí viniendo del baño. En otras versiones, alguien (escritora R.) entra rápidamente por la puerta vestida con traje largo, que llegaba tarde, y se cruza con el otro que baja y se saludan. Y yo fumo, feliz, con una sonrisa en los labios.
Entonces, recuerdo que no estoy feliz sólo por escaparme a fumar un cigarrito. Que estoy en una cena social de gala, importante.
Que es el acto de entrega de un premio literario.
Que a mí me han dado uno, por eso estoy allí, por eso estaba tan contenta, no por el tabaco.
Cuando me acuerdo de todo eso en el sueño, me da el pánico de lo absurdo. Y despierto horrorizada.
4.
Salgo de la cama tirando el edredón y un sobrante de ceniza al suelo. A los tres pasos cae otro poco, y sólo tengo fuerzas para un amago de limpiarlo. Veo lucecitas por la zona del escritorio, se me olvidó apagar el maldito ordenador.
La pantalla está en espera, perezosa también. Cuando brilla por fin la imagen, aparece un pdf abierto que abandoné en las últimas diez páginas muerta de cansancio (título Demian). También hay una pestaña de internet, con Infojobs abierto coloreado de rojo con todos mis rechazos. Cierro. Apagar.
Voy al baño como una autómata. Las sienes palpitan levemente, junto a un pequeño hormigueo difuso que me impide andar bien; el cuerpo es humo pero dolorosamente sólido, como después de un sueño lúcido. Meo. Tengo mala cara. Abro el grifo para apagar la colilla del cigarro y se me escurre. Lo dejo ahí tirado.
Quiero darme una ducha, cuatro breves minutos para calentar mi cuerpo congelado y quitar el sudor. Tengo mala cara. O eso creo, porque no soy capaz de mirarme a los ojos en el espejo, sólo trozos concretos. Rehúyo mi mirada.
No entiendo el sueño. No sé por qué se repite. Una y otra y otra vez, mecánicamente, como mis movimientos ahora. Estoy empezando a tener miedo de dormir. Freddy Krueger nunca me dio miedo; este sueño sí.
Necesito el corrector fluido color carne para tapar las espantosas ojeras color verde-amoratadas-rojizas. Un poco de máscara de pestañas. Una línea negra suave en el párpado inferior. Un poco de colorete. Ya no tengo mala cara. Supongo, no he sido capaz de mirarme en perspectiva general.
La ropa es la misma de siempre, puesta con mecánica precisión cotidiana. Calcetines negros, zapatos negros bajos, pantalón negro de elastán, camisa blanca de manga larga.
No me he peinado. Pero es una tarea imposible con el espejo, no quiero mirarme. Busco la chaqueta mientras me recojo el pelo en una gomilla y encuentro el bolso. Salgo cerrando la puerta con cuidado para no hacer demasiado ruido en el silencio del bloque. Mientras echo la llave despacio, me recuerdo que debería recordar más tarde lo de la asociación de periodistas, que el carné va a caducarme en breve.
Como todos los días, como una zombi, me voy al trabajo.
Seis horas de pie. A seis euros la hora. Promocionando quesos en un supermercado.
No hay comentarios