Perder el mechero a las tantas de la noche era un favor, hace no tanto. De aquella época en que fumábamos dentro de los bares. La falta de nicotina duraba lo justo para elegir adecuadamente una víctima del retórico ¿Tienes fuego? y posterior conversación. Cuántas así.
Perder el mechero rodeada de fuego es una experiencia distinta. Tragicómica, impotente. La primera bocanada de humo, como broche a una tarde sin descanso, se convierte en un acto lejano. Gente apretada por todas partes, nadie tiene mechero o también lo ha perdido o no sabe dónde está. Nadie presta atención, más pendientes de mantener los labios ajustados a un vaso de litro, como si les fuera la vida en ello.
Y más fuego, ahí a la mano, y más inutilidad. Claro que puedo encender esta mierda, pienso, y de regalo también los brazos, cabello y pestañas.
Un enésimo intento por las profundidades del bolso saca, por fin, el ansiado artefacto envuelto en notitas de papel que ya cumplieron su función.
Instalada por fin con las piernas retorcidas sobre la arena y el maldito cigarro, el fuego ejerce el hipnotismo que le es propio en todas las ocasiones. Danza en silencio rodeado de gente que danza a gritos y observado por mi cuerpo asadito como un churrasco. Y como todas las veces, hay perfiles exactos que podría retratar, esas esquinas que ve el ojo hábilemente entrenado, y que esta noche sólo provocan más distancia capitalista al echar de menos mi venerada Nikon F60. Ésa sí que era una cámara, MI cámara, capaz de traducir EXACTAMENTE la composición de mi cerebro y retina. No esta porquería digital, que se inventa las fotos que hace.
La interrupción es breve. Habrá otros detalles, otros fuegos, nuevas cámaras digitales. Algún día, supongo. El hipnotismo de hoy es más potente que nunca, una ajenidad aplastante de mi propia piel, unas tripas que son espejo reflector de esas llamas de tres metros. El grito ancestral del fuego me ha cautivado desde temprana edad, y de broma (o quizás en serio) ya parloteaba en ocasiones como esta, todavía con pañales, que así me sentía como mis antepasados neandertales.
Les costó un mundo a mis profesores sucesivos hacerme entender que no, que los neandertales (con más centímetros cúbicos de masa encefálica) se extinguieron, y que descendemos del Cro-Magnon. No pocas novelas y sagas he devorado posteriormente, con la base argumental del encuentro (dramático) entre ambas humanidades. Y los neandertales siempre me han parecido los buenos y los creativos, los Cro-Magnon los psicópatas.
Después, con los años, recibí la información de que había nacido en una de las últimas zonas del mundo donde sobrevivieron los neandertales. Que hay muchas posibilidades de ese hipotético encuentro. La antropología y la genética todavía estudian si ha podido existir hibridación entre ambas especies. Pero, esta noche, vuelvo al curioso recuerdo de aquello que rezongaba todavía con los dientes de leche.
Que quieren. La gente tiene sus fobias o alergías. Yo tengo de la manía de pensar que soy de otra especie.
Porque la brecha se expande, cada vez más. Los nudillos todavía me duelen por fregar vasos ocho horas seguidas. Una humedad que no se quita aunque ahora introdujera los dedos en la fogata. Dejarme las uñas en una prueba laboral que no fue ni prueba ni laboral. No, si al final no iba a contratarte porque no hay presupuesto, era para verte mover el culo.
Ajenidad porque, de repente, soy una extranjera de paso para saludar y no voy a quedarme toda la noche. La población de este país nocturno ronda los 15-16, no más. A esa edad, se estaba toda la noche a la interperie. Rodeada de individuos que se habían traído los libros y apuntes para quemarlos al estilo Inquisición. Claro, nunca cumplían sus amenazas porque siempre les quedaban varias asignaturas para verano, algo desconocido para mí. ¿Quemar mis apuntes? ¿Quemar un libro? ANTES MUERTA.
Al día siguiente todo empieza de nuevo. Reparto hojas virtuales o de papel, aquí y allá. Llamadas telefónicas. Más llamadas telefónicas. Más reparto de hojas, más llamadas, más búsqueda ahora virtual.
La más puta e irresponsable de clase acaba de tener un niño, y trabaja en una empresa propiedad de su reciente primer marido, montado en el dólar. Para esto sirve Facebook, para ver testimonios gráficos de gente que te ha olvidado y ver cómo tu vida se ha estancado en el período de los 15 donde todo "estaba por venir" y "abierto a grandes posibilidades".
Entended que, dentro de mi frikismo (¡RAE! ¡RAE! ¡RAE!) odie, sin embargo, esa red social.
En momentos como este me acuerdo de Amazon, y de un total de 7 mierdas que podría publicar bajo el epígrafe de libros, y que seguro daba calderilla justa para seguir pagando la conexión de Internet, teléfono y las impresiones en el ciber de tanto currículum.
Todo es tan divertido y tan ajeno que me hace estornudar.
Perder el mechero rodeada de fuego es una experiencia distinta. Tragicómica, impotente. La primera bocanada de humo, como broche a una tarde sin descanso, se convierte en un acto lejano. Gente apretada por todas partes, nadie tiene mechero o también lo ha perdido o no sabe dónde está. Nadie presta atención, más pendientes de mantener los labios ajustados a un vaso de litro, como si les fuera la vida en ello.
Y más fuego, ahí a la mano, y más inutilidad. Claro que puedo encender esta mierda, pienso, y de regalo también los brazos, cabello y pestañas.
Un enésimo intento por las profundidades del bolso saca, por fin, el ansiado artefacto envuelto en notitas de papel que ya cumplieron su función.
Instalada por fin con las piernas retorcidas sobre la arena y el maldito cigarro, el fuego ejerce el hipnotismo que le es propio en todas las ocasiones. Danza en silencio rodeado de gente que danza a gritos y observado por mi cuerpo asadito como un churrasco. Y como todas las veces, hay perfiles exactos que podría retratar, esas esquinas que ve el ojo hábilemente entrenado, y que esta noche sólo provocan más distancia capitalista al echar de menos mi venerada Nikon F60. Ésa sí que era una cámara, MI cámara, capaz de traducir EXACTAMENTE la composición de mi cerebro y retina. No esta porquería digital, que se inventa las fotos que hace.
La interrupción es breve. Habrá otros detalles, otros fuegos, nuevas cámaras digitales. Algún día, supongo. El hipnotismo de hoy es más potente que nunca, una ajenidad aplastante de mi propia piel, unas tripas que son espejo reflector de esas llamas de tres metros. El grito ancestral del fuego me ha cautivado desde temprana edad, y de broma (o quizás en serio) ya parloteaba en ocasiones como esta, todavía con pañales, que así me sentía como mis antepasados neandertales.
Les costó un mundo a mis profesores sucesivos hacerme entender que no, que los neandertales (con más centímetros cúbicos de masa encefálica) se extinguieron, y que descendemos del Cro-Magnon. No pocas novelas y sagas he devorado posteriormente, con la base argumental del encuentro (dramático) entre ambas humanidades. Y los neandertales siempre me han parecido los buenos y los creativos, los Cro-Magnon los psicópatas.
Después, con los años, recibí la información de que había nacido en una de las últimas zonas del mundo donde sobrevivieron los neandertales. Que hay muchas posibilidades de ese hipotético encuentro. La antropología y la genética todavía estudian si ha podido existir hibridación entre ambas especies. Pero, esta noche, vuelvo al curioso recuerdo de aquello que rezongaba todavía con los dientes de leche.
Que quieren. La gente tiene sus fobias o alergías. Yo tengo de la manía de pensar que soy de otra especie.
Porque la brecha se expande, cada vez más. Los nudillos todavía me duelen por fregar vasos ocho horas seguidas. Una humedad que no se quita aunque ahora introdujera los dedos en la fogata. Dejarme las uñas en una prueba laboral que no fue ni prueba ni laboral. No, si al final no iba a contratarte porque no hay presupuesto, era para verte mover el culo.
Ajenidad porque, de repente, soy una extranjera de paso para saludar y no voy a quedarme toda la noche. La población de este país nocturno ronda los 15-16, no más. A esa edad, se estaba toda la noche a la interperie. Rodeada de individuos que se habían traído los libros y apuntes para quemarlos al estilo Inquisición. Claro, nunca cumplían sus amenazas porque siempre les quedaban varias asignaturas para verano, algo desconocido para mí. ¿Quemar mis apuntes? ¿Quemar un libro? ANTES MUERTA.
Al día siguiente todo empieza de nuevo. Reparto hojas virtuales o de papel, aquí y allá. Llamadas telefónicas. Más llamadas telefónicas. Más reparto de hojas, más llamadas, más búsqueda ahora virtual.
La más puta e irresponsable de clase acaba de tener un niño, y trabaja en una empresa propiedad de su reciente primer marido, montado en el dólar. Para esto sirve Facebook, para ver testimonios gráficos de gente que te ha olvidado y ver cómo tu vida se ha estancado en el período de los 15 donde todo "estaba por venir" y "abierto a grandes posibilidades".
Entended que, dentro de mi frikismo (¡RAE! ¡RAE! ¡RAE!) odie, sin embargo, esa red social.
En momentos como este me acuerdo de Amazon, y de un total de 7 mierdas que podría publicar bajo el epígrafe de libros, y que seguro daba calderilla justa para seguir pagando la conexión de Internet, teléfono y las impresiones en el ciber de tanto currículum.
Todo es tan divertido y tan ajeno que me hace estornudar.
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