Las aguas han vuelto a su cauce, nadie se acuerda ya de mencionar a Kafka. A excepción de los que se hayan enganchado al apartado cultural Diario Kafka, que deben soportar el logotipo del checo pasado por amarillo, y alguna que otra cita, que el community manager comparte en Twitter de vez en cuando para animar a la lectura.
Dudo incluso, con esta madura fobia comercial, de que tantas menciones en los últimos tres meses hayan sido producto de inspiraciones casuales; a ver si estaban todos compichandos para mencionar a Franz al mismo tiempo y después el estreno...
Al principio (por septiembre 2012) hasta a mí me sonaba rancio. ¿Kafka? Ehmm... ¿hola? Es como obsesionarse de repente por Rafael Alberti o García Lorca. A medida que en los dos mes siguientes releí todo lo que escribió (público y privado) empezó a dolerme. Llegué entonces a la base de esa montaña, la de los centenares de libros que hablan de él, centenares de análisis literarios buscando desentrañar un misterio que a mí me resulta obvio y además duele, junto a las multimenciones que a todo el mundo le dio por hacer.
A cada intento de escalada, el nivel de ira que consumía mis tripas ha ido creciendo. Al final lo he dejado por imposible. La herida está abierta y sangra, a tal nivel que el mínimo roce me pone los pelos de punta. Tengo microinfartos cada vez que veo por el rabillo del ojo la palabra Kafka en la pantalla del ordenador; luego, me relajo con un gran suspiro, suelen ser tuits del mencionado Diario Kafka y nada más.
No ha quedado otro remedio que investigar el origen de esa ira rabiosa que me da cuando veo menciones gratuitas e hipócritas, en las entrevistas a autores (¡que se os llena la boca). Que sí, que el pobrecito Franz está asociado a la Literatura con mayúsculas, una leyenda totémica y todo eso... ¿pero sabéis de qué cojones estáis hablando cuando habláis de él? ¿Invocáis el nombre de Kafka en vano por aquello de la obsesión por escribir?
Si lo traducimos en idioma del siglo XXI: que el hombre se comió un mojón, vaya. No le hizo caso nadie. En vida apenas publicó varios relatos y la novela corta La metamorfosis. Todo lo demás, incluyendo novelas inacabadas que le han hecho famoso, pidió que lo quemaran.
Luego llegó su amigo Max Brod, que debía aburrirse mucho, echarle de menos o ambas cosas, y no sólo no quemó nada sino que empezó a publicarlo todo. Hoy tenemos líneas que no estaban hechas para nosotros: diarios, cartas privadas de amor (a Felice, a Milena) o cartas privadas familiares (Carta al padre echándole en cara todo sus traumas). Son escritores posteriores como Albert Camus los que iniciaron la estela de análisis e intento de explicación para las líneas torturadas del checo. Su obra ha sido encajada en todo tipo de -ismos. Y el volumen de obras (ensayos varios, biografías, análisis) sobre Kafka triplica a fecha de hoy el propio número escrito por el Franz. Acojonante.
Fotograma de "Un médico rural" (animación de Koji Yamamura) |
Acojonante porque el pobrecito Franz, encima, tiene una leyenda mediocre que nadie parece (quiere) interpretar. Se sentía apartado del mundo, extraño entre otros seres humanos, deprimido, como explica en sus textos. Cruzando los datos de sus diarios íntimos con las supuestas situaciones kafkianas que aparecen en varias novelas, habla de él y de su mundo una y otra vez. De sus propias pesadilla y vivencias, camufladas en historias de supuesta ficción.
Ni más ni menos.
Apuesto mi cuello a que sus padecimientos habrían sido catalogados hoy por un profesional con la etiqueta de leve fobia social: angustia ante otras personas y situaciones sociales, por la sensación subjetiva de fuertes sentimientos de inferioridad y escasa autoestima, sin impedir la interacción como en el caso de la timidez. Entre múltiples factores de origen biológico y social de esta condición, la existencia de progenitores limitantes es uno de ellos, y pueden hacer que la persona crezca con fuertes sentimientos de inutilidad. Y el padre de Kafka, tela. No se quitó el trauma nunca de encima. Y seguía, con 36 años, escribiéndole cartas para desahogarse de todos los recuerdos negativos porque no era capaz de decírselo de frente....
Pero lo llamo mediocridad (o normalidad) porque esta condición no es parte del stardom literario: no hablamos de un diagnóstico de bipolaridad, ni depresión ni manía. No se suicidió en un pico depresivo sino que lo mató la enfermedad crónica de la tuberculosis (la peste blanca, en sus tiempos sin cura). No estuvo en centros mentales ni con tratamiento psiquiátrico para sus emociones desbocadas.
Tampoco se le conocen escándalos sexuales, y muy pocos de los analistas han sugerido nunca un atisbo de condición homosexual reprimida que le hiciera sufrir. De hecho, las idas y venidas con sus amores y los compromisos matrimoniales que no acabaron por cuajar están explicados en sus propias palabras: no se veía como un marido tradicional, aunque lo deseara, porque antes de todo estaba la literatura; y su esposa podía llegar a cansarse de esta situación, así que mejor evitarla.
Tampoco hay una vida disoluta, con alcoholismo, meretrices con sífilis ni drogas. De hecho, con su enfermedad o sin ella, le daba por hacer ejercicio y adoptar una dieta tipo vegetariana.
¿Y entonces, qué queda? ¿Cómo alguien es capaz de morir de literatura, de estar encerrado olvidándose de comer y dormir con la pluma en marcha, toda la noche, como le sucedía a veces? ¿Con el impulso de expresarse por escrito a toda costa? ¿Tan difícil es aceptar que se nace predispuesto a eso y luego te quedas tocado de por vida?
La llave misteriosa en sus textos, esa clave de la que habla tanto analista kafkiano, esas múltiples interpretaciones aplicables: que no, Señoría, es todo tan sencillo como lo de arriba. Y tan complicado. Porque, a pesar de todo, Kafka se consumió en vida sin ser Escritor (así con mayúsculas). Pobre.
No, no lo entendéis.
Y, en realidad, no queréis ser como él, hundidos en la nada. Porque esos escritores que lo mencionan, como un apunte culto de categoría pero desconociendo por completo todo lo que había detrás de esas líneas, lo hacen en el marco de entrevistas para dar a conocer sus propios libros. Y vosotros, precisamente, no entendéis lo que es morir de anonimato, sin poder dedicarse 100% a la literatura.
Así que no, no queréis ser como él.
Dejad de mencionarlo en vano.
Ni más ni menos.
Apuesto mi cuello a que sus padecimientos habrían sido catalogados hoy por un profesional con la etiqueta de leve fobia social: angustia ante otras personas y situaciones sociales, por la sensación subjetiva de fuertes sentimientos de inferioridad y escasa autoestima, sin impedir la interacción como en el caso de la timidez. Entre múltiples factores de origen biológico y social de esta condición, la existencia de progenitores limitantes es uno de ellos, y pueden hacer que la persona crezca con fuertes sentimientos de inutilidad. Y el padre de Kafka, tela. No se quitó el trauma nunca de encima. Y seguía, con 36 años, escribiéndole cartas para desahogarse de todos los recuerdos negativos porque no era capaz de decírselo de frente....
Pero lo llamo mediocridad (o normalidad) porque esta condición no es parte del stardom literario: no hablamos de un diagnóstico de bipolaridad, ni depresión ni manía. No se suicidió en un pico depresivo sino que lo mató la enfermedad crónica de la tuberculosis (la peste blanca, en sus tiempos sin cura). No estuvo en centros mentales ni con tratamiento psiquiátrico para sus emociones desbocadas.
Tampoco se le conocen escándalos sexuales, y muy pocos de los analistas han sugerido nunca un atisbo de condición homosexual reprimida que le hiciera sufrir. De hecho, las idas y venidas con sus amores y los compromisos matrimoniales que no acabaron por cuajar están explicados en sus propias palabras: no se veía como un marido tradicional, aunque lo deseara, porque antes de todo estaba la literatura; y su esposa podía llegar a cansarse de esta situación, así que mejor evitarla.
Tampoco hay una vida disoluta, con alcoholismo, meretrices con sífilis ni drogas. De hecho, con su enfermedad o sin ella, le daba por hacer ejercicio y adoptar una dieta tipo vegetariana.
¿Y entonces, qué queda? ¿Cómo alguien es capaz de morir de literatura, de estar encerrado olvidándose de comer y dormir con la pluma en marcha, toda la noche, como le sucedía a veces? ¿Con el impulso de expresarse por escrito a toda costa? ¿Tan difícil es aceptar que se nace predispuesto a eso y luego te quedas tocado de por vida?
La llave misteriosa en sus textos, esa clave de la que habla tanto analista kafkiano, esas múltiples interpretaciones aplicables: que no, Señoría, es todo tan sencillo como lo de arriba. Y tan complicado. Porque, a pesar de todo, Kafka se consumió en vida sin ser Escritor (así con mayúsculas). Pobre.
No, no lo entendéis.
Y, en realidad, no queréis ser como él, hundidos en la nada. Porque esos escritores que lo mencionan, como un apunte culto de categoría pero desconociendo por completo todo lo que había detrás de esas líneas, lo hacen en el marco de entrevistas para dar a conocer sus propios libros. Y vosotros, precisamente, no entendéis lo que es morir de anonimato, sin poder dedicarse 100% a la literatura.
Así que no, no queréis ser como él.
Dejad de mencionarlo en vano.
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